En uno de esos diálogos enriquecedores que solemos tener en la redacción de Un Caño, el colega Christian Colonna nos contó su experiencia mirando la final del torneo ATP que se jugó en Buenos Aires. Para resumirlo en una frase: la gente fue a la cancha con tantas ganas de ver ganar a un argentino que se perdieron de admirar el fenomenal tenis desplegado por el extranjero que resultó ganador.

La anécdota pudo quedar ahí, pero despertó una reflexión posterior. ¿Qué hubiera pasado si en lugar de Marco Cecchinato –el inspirado italiano que le ganó la final a Diego Schwartzman- la cátedra tenística la hubiera dado Roger Federer? ¿Cuál habría sido la reacción del público? ¿También se habrían quedado todas callados con expresión de funeral? ¿También se habrían lamentado amargamente los hombres de la transmisión deportiva? Lo dudamos seriamente.

Decimos Federer, aunque puede ser cualquiera de los grandes nombres establecidos: Djokovic o Nadal, sospechamos, se habrían llevado una ovación del público que –admirado- habría concluido: “¿Qué querés? Con estos monstruos no se puede”. Pero Cecchinato no era un monstruo y había que darse cuenta de que estaba haciendo monstruosidades. Apreciar el arte por el arte, y no por el artista.

Quizá pequemos de puristas, pero la sensación es que hoy en día el espectador deportivo está predispuesto a la genialidad según quién sea el autor. El fan es mucho más proclive a aplaudir un passing de Federer antes que uno de algún otro tenista menos famoso, aunque sea el mismo passing. O un tiro libre de Messi por sobre uno de cualquier futbolista menos conocido.

Graficamos brevemente el punto.

Hace muchos años, uno de los mejores violinistas del mundo se puso a tocar su Stradivarius de incógnito en el subte de Washington. Fue ignorado de manera prácticamente unánime. Unos días antes había agotado las entradas para su concierto, que costaban un mínimo de 100 dólares. Claro, nadie le había avisado a los pasajeros del subte que el tipo era un genio. Había que darse cuenta solo y no era tan fácil.

Lo que nos recordó este fragmento de la novela “La desaparición de Stephanie Mailer”, de John Dicker:

“-Hay algunas malas lenguas que afirman que los críticos literarios son escritores fracasados.

-Sandeces, querida amiga. Nunca, repito, nunca he conocido a un crítico que soñase con escribir. Los críticos están por encima de tal cosa. Escribir es un arte menor. Escribir es juntar palabras que luego forman frases. ¡Incluso un mono medio amaestrado puede hacerlo!

– ¿Cuál es el papel del crítico entonces?

– Dejar establecida la verdad. Permitir a las masas que separen lo bueno de lo que no vale nada. Ya sabe que solo una ínfima parte de la población puede darse cuenta por sí sola de qué es bueno de verdad.”

Sería una sátira perfecta si no se ajustara tantas veces a la realidad, tanto en la cabeza del comunicador (el crítico de turno), como del espectador. Un espectador construido, cómodo en la estructura del discurso general.

En el deporte, al menos, algunos baluartes universales se aprecian desde el dogma, repetido hasta el cansancio por un establishment de periodistas deportivos, muchas veces apoyados en los resultados. Federer es un genio, verdad tantas veces repetida que no necesita reforzarse. Por tanto hace genialidades y hay que buscarlas ahí. El crítico lo dice. Lo dijo. Una y otra vez. Y nosotros, los hinchas, aprendemos mansos el versito, porque nos ahorra un esfuerzo. Si aparecen en otro lado, en el subte acaso, quizá se nos pasen de largo.

Nadie se dio cuenta, por ejemplo, de que Cecchinato estaba tocando su Stradivarius.