De vez en cuando, ciertos intelectuales -o aspirantes a intelectuales- sacan a relucir su interés por el fútbol. Es un modo de estar al día, de exhibir gustos populares que, superados los históricos prejuicios despectivos, quedan muy bien incluso entre académicos. Pero ante el futbolero cabal, las imposturas son inútiles: cualquiera advierte quién se enteró de la existencia de la pelota en la última vernissage y quién fatigó las tribunas al menos durante una fugaz y remota temporada.

albert buena 350Albert Camus (1913-1960) es un caso único. El franco-argelino, antes de descollar como filósofo y escritor (ganó el Premio Nobel de Literatura en 1957), fue un excelente arquero. La tuberculosis lo obligó a abandonar las canchas precozmente, pero tenía destino de futbolista, por talento y por su firme voluntad de hacer una carrera en apariencia tan diversa de su posterior vocación intelectual.

Nació en Mondovi, Argelia, en tiempos de ocupación francesa. Hasta 1962, dos años después de la muerte de Camus en un accidente automovilístico, Argelia fue una colonia en la que los franceses aplicaron, contra las fuerzas de liberación, los métodos de tortura y desaparición de personas que luego copiarían los valerosos oficiales de la dictadura argentina. La mitología, que el fútbol acoge con gusto, dice que Camus, un niño pobre, hijo de una fregona casi sorda y un trabajador caído en la Primera Guerra Mundial, hizo los palotes como delantero, puesto para el que no le faltaba habilidad ni picardía. Pero patear atentaba contra la integridad de su calzado, único y sin reposición, así que luego de reiteradas filípicas y algún coscorrón de parte de la abuela, el chico cambió el área de enfrente por el arco propio. Las manos no se le iban a gastar.

Empezó en el Montpensier y luego se enroló en el Racing Universitario de Argel (RAU), un juvenil en el que el promisorio arquero se hizo conocido a mayor escala. El escritor recordaría aquel equipo con gran afecto durante toda su vida. Una vez radicado en París, donde frecuentaba más los cafés que los estadios, volcó sus preferencias hacia el Racing local sólo por la similitud de colores.

De su prolífica obra que abarca narrativa, teatro y ensayo, los libros más renombrados son las novelas El extranjero (1942) y La Peste (1947). Ambas despliegan, en clave ficcional, sus inquietudes filosóficas. Funcionan como instrumentos poéticos de sus teorías.

Reputado como existencialista, Camus sin embargo renegaba de este bautismo cerrado, así como de la etiqueta de ateo. El núcleo de su pensamiento quizá deba rastrearse en El mito de Sísifo(1942), cuyo comienzo abrupto se ha transformado en un clásico. “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. Pues bien, semejante brete (tiene o no sentido vivir) lo lleva a plantear el carácter absurdo de la existencia. Comparable con el castigo de Sísifo, personaje mitológico condenado por los dioses a repetir indefinidamente una misma acción sin propósito ni esperanza: hombrear una roca hasta la cima del monte, sólo para verla rodar de inmediato hasta el punto de partida. Sin embargo, lejos de resignarse, el ex arquero del RAU propone una actitud rebelde.

Volvamos a la cancha y digamos que allí también Camus encontró lecciones tan valiosas como las de los claustros. De hecho, ha llegado a postular el fútbol como escuela de valores. En un célebre artículo publicado por France Football, en 1957, evoca con gratitud sus años de jugador y se refiere a ese aprendizaje. Mejor que lo explique él mismo.

 

Lo que le debo al fútbol*/Por Albert Camus

Sí, lo jugué varios años en la Universidad de Argel. Me parece que fue ayer. Pero cuando, en 1940, volví a calzarme los zapatos, me di cuenta de que no había sido ayer. Antes de terminar el primer tiempo, tenía la lengua como uno de esos perros con los que la gente se cruza a las dos de la tarde en Tizi-Ouzou. Fue, entonces, hace bastante tiempo, en 1928 para adelante, supongo.

Camus foot 350Hice mi debut con el club deportivo Montpensier. Sólo Dios sabe por qué, dado que yo vivía en Belcourt y el equipo de Belcourt-Mustapha era el Gallia. Pero tenía un amigo, un tipo velludo, que nadaba en el puerto conmigo y jugaba waterpolo para Montpensier. Así es como a veces la vida de una persona queda determinada. Montpensier jugaba a menudo en los jardines de Manoeuvre, aparentemente por ninguna razón especial. El césped tenía en su haber más porrazos que la canilla de un centroforward visitante del estadio de Alenda, Orán. Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice “derecha”.

Pero al cabo de un año de porrazos y Montpensier, en el Lycée me hicieron sentir avergonzado de mí mismo: un “universitario” debe jugar con la Universidad de Argel, RUA. En ese periodo, el tipo velludo ya había salido de mi vida. No nos habíamos peleado, sólo que ahora él prefería irse a nadar a Padovani, donde el agua no era tan “pura”. Ni tampoco, para ser sincero, eran “puros” sus motivos. Personalmente, encontré que su motivo era adorable, aunque ella bailaba muy mal, lo que me parecía insoportable en una mujer. ¿Es el hombre, o no es, quien debe pisarle los dedos de los pies? El tipo velludo y yo prometimos volver a vernos. Pero los años fueron pasando. Mucho después comencé a frecuentar el restaurante de Padovani (por motivos “puros”), pero el tipo velludo se había casado con su paralítica, quien seguramente le prohibía bañarse, como suele ocurrir.

¿Pero qué es lo que estaba diciendo? Ah sí, el RUA. Estaba encantado, lo importante para mí era jugar. Me devoraba la impaciencia del domingo al jueves, día de práctica, y del jueves al domingo, día del partido. Así fue como me uní a los universitarios. Y allí estaba yo, golero del equipo juvenil. Sí, todo parecía muy fácil. Pero no sabía que se acababa de establecer un vínculo de años, que abarcaría cada estadio de la provincia, y que nunca tendría fin.

No sabía entonces que veinte años después, en las calles de París e incluso en Buenos Aires (sí, me ha sucedido), la palabra RUA mencionada por un amigo con el que tropecé, me haría saltar el corazón tan tontamente como fuera posible. Y ya que estoy confesando mis secretos, debo admitir que en París, por ejemplo, voy a ver los partidos del Racing Club, al que convertí en mi favorito sólo porque usa la misma camisa que el RUA, azul con rayas blancas.

con faso 350También debo decir que Racing tiene algunas de las mismas excentricidades que el RUA. Juega “científicamente”, pierde partidos que debería ganar. Parece que esto ahora ha cambiado (eso es lo que me escriben de Argel), pero no mucho. Después de todo, era por eso que quería tanto a mi equipo, no sólo por la alegría de la victoria cuando estaba combinada con la fatiga que sigue al esfuerzo, sino también por el estúpido deseo de llorar en las noches luego de cada derrota.

Como zaguero estaba el “Grandote” –quiero decir Raymond Couard–. Le dábamos bastante trabajo, si mal no recuerdo. Jugábamos duro. Los estudiantes, los nenes de papá, no escatiman nada. Pobres de nosotros –en todo sentido–, ¡muchos nos burlábamos de la dureza de nuestros propios pies! No teníamos más remedio que admitirlo. Y teníamos que jugar “deportivamente”, porque ésa era la dorada regla del RUA, y “firmes”, porque, cuando todo está dicho y hecho, un hombre es un hombre. ¡Difícil compromiso! Eso no puede haber cambiado, estoy seguro.

El equipo más difícil era el Olympic Hussein Dey. El estadio quedaba detrás del cementerio. Ellos nos hicieron notar, sin piedad, que podíamos tener acceso directo. En cuanto a mí, ¡pobre golero!, vinieron por mi cadáver. Estaba Boufarik, ese centroforward grande y gordo (entre nosotros lo llamábamos “Sandía”). Se excusaba con un: “Lo siento, nenito“, y una sonrisa franciscana.

No voy a seguir. Ya me excedí de mis límites. Y entonces, me pongo reblandecido. Hasta en “Sandía” veo bondad. Además, seamos sinceros, bien que esto era lo que habían enseñado. Y a esta altura, no quiero seguir bromeando. Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol, lo que aprendí con el RUA no puede morir. Preservémoslo. Preservemos esta gran y digna imagen de nuestra juventud. También estará vigilándolos a ustedes.

 

*Revista France Football, 1957