¡Qué saben los pitucos, lamidos y shushetas!
¡Qué saben lo que es tango, qué saben de compás!
Aquí está la elegancia. ¡Qué pinta! ¡Qué silueta!
¡Qué porte! ¡Qué arrogancia! ¡Qué clase pa’bailar!
Así se corta el césped mientras dibujo el ocho,
para estas filigranas yo soy como un pintor.
Ahora una corrida, una vuelta, una sentada…
¡Así se baila el tango, un tango de mi flor!
“Tranquilos, muchachos. A estos les hacemos cinco. Miren lo que es el que me tiene que marcar a mí, es muy feo. Lo voy a bailar”. El pibe tenía 18 años y la seguridad de quienes saben que para triunfar hay que saber cuándo faltar el respeto. Ninguno de sus compañeros reprobó aquella ocurrencia del joven que jamás había jugado en primera. Sabían que era capaz de bailarlo al feo y a todos los demás. Y lo hizo. El equipo ganó 5-1 con un gol de aquel adolescente atrevido que cambió al fútbol argentino.
La presentación de José Manuel Moreno no pudo ser más coherente con el resto de su vida. Fue el primer gran jugador argentino de la historia, el hombre que rompió el molde y llevó al fútbol a los primeros planos, el bon vivant que se codeaba con el jet set porteño, actuaba en películas de gran éxito y al mismo tiempo era imparable los domingos. Hoy, quedan pocos afortunados que disfrutaron de su talento, pero quienes lo vieron no dudan: “nunca hubo otro como Moreno”.
“A mí me reprochaban mis noches milongueras, pero ¿sabés que lindo entrenamiento es el tango para los jugadores? Tenés ritmo en una corrida, manejo de perfiles, trabajo de cintura… Mirá que en una de esas anduve bien por bailar tango por las noches”. A Moreno le gustaba tanto el fútbol como la noche y el tango. Era amigo de Aníbal Troilo y conocía tan bien los boliches como los campos de juego. Pero no era uno de esos personajes que llegan borrachos el día del partido, sabía cuándo parar y era profesional como pocos.
De todos modos, la milonga y la bebida en su punto justo fueron compañeros inseparables durante toda su carrera: “Una vez, decidí portarme bien. Nada de trasnochar y sólo leche para beber, durante una semana. El domingo jugamos con Independiente y a los 10 minutos ya no podía respirar. No estaba acostumbrado a ese régimen de vida y jugué mal. Fue la tarde que De la Mata hizo un golazo”. No hay nada peor que sacar al hombre de donde se siente cómodo.
Según escribió Eduardo Galeano en su libro “El fútbol a sol y sombra”, “Moreno gozaba despistando: sus piernas piratas se lanzaban por aquí pero se iban por allá, su cabeza bandida prometía un gol a un palo y lo clavaba contra el otro”. Era perfecto. Jugador de toda la cancha, rápido, habilidoso, goleador y asistidor. Tenía la misma ascendencia entre sus compañeros que luego tuvieron Pelé, Maradona y hoy tiene Messi. Forma parte de esa dinastía de cracks que revolucionaron el juego desde su talento.
Moreno nació en 1916 en La Boca. Hijo de una familia pobre, tuvo que trabajar desde muy chico y su máxima afición siempre fue el fútbol. En una ocasión, juntó algunas monedas y las jugó a la quiniela para comprarse unos botines. Mientras trabajaba en un lavadero que se encargaba de la ropa de los marineros extranjeros que llegaban al puerto, soñaba con ser como Domingo Tarasconi y Roberto Cherro, cracks de Boca Juniors. Cuando tuvo edad de quinta división, se fue a probar al club de sus amores. Marcó dos goles en la práctica, pero lo rechazaron porque tenía un “juego demasiado rebelde”. Por supuesto, no se fue callado: “¡se van a arrepentir!”, les gritó a los neófitos entrenadores.
Su padre, un policía retirado, fue fundamental en su carrera. Aunque al principio José Manuel le mentía porque quería que estudiara, fue su hincha más fiel. Puede parecer extraño para la época, pero juntos viajaban por la noche porteña como mejores amigos o hermanos. Frecuentaban los cabarets más exclusivos los sábados e iban juntos a la cancha los domingos. Don José se sentaba en su platea y disfrutaba cómo su hijo le dedicaba las hazañas desde el field.
Tras participar de algunas peleas de boxeo y sufrir una piña que le partió la nariz y le quitó las ganas de seguir con ese deporte, comenzó a trabajar en la revista El Gráfico. Ya eran los treinta y el fútbol argentino comenzaba su etapa profesional. Gracias a contactos de la revista, consiguió una prueba en River, donde esta vez sí lo recibieron como se merecía.
En 1934 el equipo hizo una gira por Brasil y Antonio Liberti decidió llevar a la joven figura, aunque el entrenador Emérico Hirschl sabía que no lo iba a utilizar demasiado. Entonces, la estrella del plantel, Bernabé Ferreyra, les tiró la camiseta al presidente y al DT al grito de: “si no juega el pibe, no juega ninguno. Jueguen ustedes dos”. Por supuesto, los señores comprendieron el amable pedido del Mortero de Rufino y Moreno jugó como siempre jugaba Moreno.
Su relación con la dirigencia nunca fue buena. Era un rebelde y enfrentarse a la autoridad era una de las maneras de relacionarse con la realidad. A lo largo de su carrera, sufrió varias sanciones por “bajos rendimientos”, que no eran más que eufemismos para castigarlo por sus conductas nocturnas. Eso, lejos de disciplinarlo, lo hizo más revoltoso. En 1939, sus compañeros se opusieron a una de estas suspensiones y realizaron una huelga en solidaridad. Esto provocó el debut de otro prodigio: Ángel Labruna, quien se convertiría en uno de los grandes compinches de José Manuel.
En 1941, cuando ya era el mejor jugador del mundo, lo penalizaron por su conducta “demasiado individualista” y tres años más tarde lo mandaron a jugar con la reserva por conflictos contractuales. El problema de los señores de traje y corbata era que veían en José Manuel a un fanfarrón incorregible y nunca supieron cómo manejarlo. Tras ese último castigo, Moreno decidió dejar el club y partió rumbo a México, donde podía continuar su carrera sin romper el vínculo con River Plate. Su partida desarmaba La Máquina, la delantera más extraordinaria de su época y uno de los equipos más grandes de todos los tiempos.
Juan Carlos Muñoz explica lo que era La Máquina: “Salíamos al campo y jugábamos nuestra táctica: tomá la bola, dámela a mí, una gambeta, esto, lo otro y el gol venía solo. Generalmente el gol tardaba en llegar y la angustia era porque los partidos no se definían pronto. Dentro del área claro que queríamos hacer gol, pero en el centro del campo nos divertíamos. No había prisa”. El talento de Moreno había encontrado el lugar perfecto para desplegarse, pero las mezquindades extra-futbolísticas le privaron al país de ver por más tiempo juntos a Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau.
En México conoció a Luis de la Fuente y Hoyos, el mejor futbolista azteca de la historia. El Pirata era tan extrovertido y fiestero como José Manuel y se hicieron compinches de manera natural. Moreno encontró un sitio perfecto para lo que él buscaba: jugar al fútbol y disfrutar de la noche. Pero la ausencia de las milongas porteñas lo hizo volver y en 1946 retornó al pago. River y parte de La Máquina lo recibieron con gran alegría.
En 1947, durante un partido contra Estudiantes, decenas de hinchas del cuadro platense se metieron en la cancha para ajusticiar al árbitro. Entonces, el Charro (se trajo ese apodo de México) se plantó contra todos y evitó el linchamiento del bombero en cuestión. Ese mismo año, en la cancha de Tigre, le tiraron un piedrazo, pero él siguió jugando, ensangrentado y todo. Cuando llegaron al vestuario, le preguntaron por qué no había parado el juego. Esto respondió: “¿Para qué me voy a hacer atender antes?, ¿para darles el gusto a ésos y que después canten por ahí que se la dieron a Moreno? No viejo. Cuando me atiendan en la cancha es porque me van a sacar en camilla”.
En 1948 estalló la huelga más grande del fútbol argentino y Moreno emigró a Universidad Católica de Chile, que pagó 450.000 pesos por su pase. Así recuerda Manuel Arriagada, compañero de aquel equipo, a Moreno: “A él le gustaba bailar. Íbamos a los cabarets que había en Santiago centro y se acostaba siempre tarde, pero era el primero en llegar a entrenar y el último en irse al día siguiente. Se quedaba ensayando cabezazos o dominando la pelota como los dioses”.
“A mí me reprochaban mis noches milongueras, pero ¿sabés que lindo entrenamiento es el tango para los jugadores? Tenés ritmo en una corrida, manejo de perfiles, trabajo de cintura… Mirá que en una de esas anduve bien por bailar tango por las noches”
El mismo jugador dio a conocer una anécdota hermosa en una entrevista con el diario La Tercera: “La primera vez que Pelé fue con Santos a Argentina, pidió sólo una cosa: conocer a José Manuel Moreno. Él en esa época estaba ya viviendo en su finca de Merlo. Lo fueron a buscar, y José les dijo: díganle a Pelé que le tengo preparado un asadito. Ninguno fue a ver al otro. Se tenían admiración mutua, pero nunca se conocieron”.
En 1950, con 34 años, cumplió uno de sus grandes sueños y firmó con Boca Juniors, el club que le había dado la espalda cuando era un niño. Jamás escondió su amor por la azul y oro y en ocasiones afirmó que “la vida quiso que jugara con otra camiseta, pero este es el club del que nunca quisiera haberme ido”. Ya no era el fenómeno de otras épocas, pero su talento le alcanzó para que Boca volviera a pelear un título después de algunos años de pobres campañas.
Jugó su último partido una década después, en Colombia. Ya era entrenador de Independiente Medellín y enfrentaron a Boca en un amistoso. Su equipo perdía 2-1 y Moreno se cansó de los errores de sus jugadores. Entonces, hizo lo que hubiera hecho cualquier director técnico sensato: se sacó el buzo, se puso la camiseta y entró a jugar. Metió dos goles y el DIM goleó 5-2. Así debe retirarse uno de los mejores futbolistas de todos los tiempos.
Moreno fue campeón en cuatro ligas diferentes, durante una década fue reconocido como el futbolista más determinante del planeta y la FIFA lo elogió como el quinto mejor jugador del siglo XX detrás de Diego Maradona, Pelé, Alfredo Di Stéfano y Garrincha. Esos logros podrán significar mucho, pero lo más grande de José Manuel es lo pasó de generación a generación, como los saberes populares: su personalidad, su manera de encarar defensores fuera y dentro de la cancha, su capacidad para romper el orden establecido y su facha de loco querible que trasciende a este gran ídolo de nuestros abuelos.