Dante Panzeri era un periodista insobornable, testarudo y moralista. Experto en variados deportes –menos el boxeo, que combatía con tenacidad y adjetivos descalificadores–, tenía una especial estima por el mundo del rugby, al que consideraba “limpio”. Según la visión de Panzeri, la práctica deportiva requiere cierta estatura moral que el profesionalismo –el dinero– arruinó de manera irreversible. En el rugby persistía, para él, la conducta de los caballeros, es decir los atributos aristocráticos. En manifiesta oposición a las pretensiones de la burguesía, la némesis corruptora del ideal deportivo. 

Se podría buscar una simetría con el enojo de los oligarcas decimonónicos cultos y en declive económico que miraban con desprecio al rastacuero, palabra importada del francés que aludía a los otros oligarcas, ricos de verdad y dueños de cientos de hectáreas fértiles pero brutos como ellos solos. Esos que se paseaban por París ostentando sus billetes y, sobre todo, usurpando el gueto luminoso de los argentinos leídos, formados y políglotas que, a diferencia de los otros palurdos, se movían a orillas del Sena como por su casa. 

No soy nada panzerista, pero acaso en mi inconsciente vibraba de algún modo su prosa altisonante en aquel 2007, cuando Los Pumas se consagraron terceros –una verdadera hazaña– en el Mundial de Francia. Hombre del fútbol, insensible desde siempre a los encantos de la pelota ovalada, incapaz de valorar destreza alguna en esos mastodontes que se daban topetazos criminales, me hice sin embargo fan del equipo argentino en ese torneo. Fan de su fervor, de lo poco que entendía de su juego –por primera vez detectaba en el rugby atisbos de plasticidad y gracia colectiva–, de cómo cantaban el himno amarraditos y emocionados. Y, por supuesto, de sus triunfos (¡les ganamos dos veces a los franceses!), sostén principal de mi interés, vamos a ser sinceros. Así somos los hinchas, mucho más un advenedizo –un rastacuero– como yo. ¿Y si Panzeri tenía razón? ¿Y si esa cultura deportiva endogámica era, en efecto, un mundo mejor?

Mi simpatía por Los Pumas se mantuvo, aunque aplacada, durante algunos años. Volví a la indiferencia por el rugby, pero seguía reconociéndoles cierta gestualidad apasionada que me interpelaba. Hasta me transformé en un militante de Los Pumas ante algunos amigos, futboleros también y críticos inflexibles, que insistían, palabras más, palabras menos, con que esos chetos, por más que juraran con gloria morir a lágrima viva no representaban a nadie.  

Dicen que los conversos sobreactúan sus convicciones, son más papistas que el papa. Pues no resultó así conmigo, porque mi deslumbramiento con Los Pumas cedió ante un hecho extradeportivo que algunos hasta podrían considerar menor. Un desliz juvenil. A fines del año 2020 se conocieron los tuits de tres jugadores del seleccionado nacional de rugby (Pablo Matera, Guido Petti y Santiago Soncino) que me produjeron un desconcierto desolador. Los recordarán: insultaban a gente de pigmentación subida de tono, desde negros sudafricanos (tonalidad extrema, acaso los destinatarios del repudio mayor), hasta migrantes limítrofes, esa raza inferior que carece en su genealogía de algún barco proveniente de Europa. 

Los tuits eran viejos y los autores salieron a pedir disculpas por esa exhibición de odio, es cierto. También hubo disculpas institucionales: “Los valores de la familia del rugby” (textual) son otros, se juró en comunicaciones de aire contrito. Más allá del arrepentimiento, una costumbre cristiana apreciable, el tamaño de la falta hacía que no se disipara tan fácilmente, a pesar del tiempo transcurrido. ¿Se trataba del recambio generacional y esta nueva camada de Pumas no tenía nada que ver con el ethos de los jugadores de Francia 2007 que me habían hechizado? 

No supe qué contestarme. Y mi desilusión crecía a medida que consumía objeciones severas sobre la supuesta formación clasista, sexista y violenta que caracteriza a los jugadores de rugby. Ajeno a ese sistema –ya lo dije– no podía suscribir tales afirmaciones. Pero me asaltaba una duda legítima para un hincha en crisis con su fe: Matera y los otros habían crecido ensañándose con los más desfavorecidos socialmente. Sacar pecho con los débiles y comerse los mocos con los más pesados es una conducta que, aplicada al campo de juego, inspira la máxima desconfianza. Y yo creía que el coraje era el argumento más sólido de Los Pumas. Más allá de las cualidades deportivas de este trío de misántropos (todavía hoy las desconozco), tal declaración de principios, al margen de su carácter ligeramente vergonzante, aventaba cualquier expectativa de ganarles a los buenos. Y los hinchas queremos ganar. 

En estos días el Mundial se juega en Francia nuevamente. Pero ya no es lo mismo. Supe de la derrota en el debut, nada menos que frente a Inglaterra, un enemigo selecto, y no me importó. No me importa que les vaya mal a Los Pumas. Es más: si les va mal, no me voy a sentir contrariado. Y no porque anhele un efecto pedagógico de la derrota. ¿Es despecho, semejante al del amante desairado? ¿Es la atmosfera de la época que impone la cancelación sumaria? No lo sé. Mi terapeuta está de viaje y mis amigos se limitan a alzar las cejas –pura suficiencia–, en un gesto que significa “Yo te lo dije”. Querría querer que ganen Los Pumas, pero no me sale. Aquellos tuits añejos, como un rencor mal curado, sobrevuelan mi conciencia de hincha. Me parecen el síntoma de una patria que no me representa, que no es la mía. Lamento la pérdida, suelo adherir a todos los equipos que se calzan la celeste y blanca: me complace esa aspiración de identidad compartida. Le da otra intensidad emotiva al deporte. Y sin comunidad –o la ilusión de comunidad– ningún juego, ni siquiera un picado en la playa, es muy interesante.