Parece que de un tiempo a esta parte Emiliano Martínez, alias Dibu, se convirtió en una especie de Al Capone para el fútbol. O sea, es el enemigo público número 1. ¿Por qué? Dicen que la persecución es por sus festejos desmedidos, por las gastadas a los rivales y porque su tono está fuera de lugar.

Es curioso, pero parece ser que los perdedores de competencias deportivas o en cuestiones políticas se han transformado con el paso de los años en los que les marcan la cancha a los ganadores, los que deciden qué pasos deben dar aquellos que triunfaron para no ser considerados feos, sucios y malos.

Resulta que los franceses, derrotados ellos en la final de la Copa del Mundo de Qatar, se han sentido ofendidos porque Dibu Martínez tuvo en brazos durante un par de minutos un muñeco con la cara de Mbappé que le habían arrojado desde la multitud de gente que estaba festejando, por un ataúd prendido fuego también con la cara del goleador francés y por algún canto con tintes xenófobos, racistas, misóginos y machistas, algo que por otra parte abunda excesivamente en el humanidad (no solo en la Argentina) y que por supuesto hay que ayudar a erradicar el discurso popular.

Lo mismo ocurre con aquellos dirigentes que perdieron las elecciones con el Frente de Todos hace ya tres años. Ellos son los que marcan los límites de la República, las lecturas que se hacen de la Constitución Nacional y ni que hablar de que son los que validan y sostienen los disparates judiciales que se perpetran en el país.

Los franceses (los que perdieron) son los que estipulan en donde están los límites morales y éticos de un festejo, sin considerar siquiera que ese triunfo desató un ceremonia popular con más de 5 millones de personas en la calle, que lo de Martínez no fue nada comparado con el abrazo que le dio a Mbappé minutos después de la final y que los deplorables cánticos fueron una excepción en una fiesta interminable que no deparó incidentes ni aún ante el desconcierto de los organizadores, que dejaron a la vera del camino a los hinchas por impericia, miserias políticas y, lisa y llanamente, por estupidez. Lo que ocurrió en la Argentina ese martes posterior a la final no sólo fue un ejemplo de civismo, sino que además mostró lo mejorcito que tenemos los argentinos.

Algo parecido pasa en el país. Resulta que en esta democracia manca que tenemos, los límites de lo posible están dictados por los radicales, los del Pro, Evolución y hasta se animan otros sectores políticos que, ni por asomo, tienen chance alguna de alzarse con la presidencia de la Nación. Pero eso no importa: ellos, los perdedores, los que no fueron elegidos por la voluntad popular, marcan los actos de gobierno, influyen en las decisiones políticas, en el rumbo de la economía y tantas otras cosas para las que no fueron elegidos.

Ni que hablar de que lo mismo hacen desde el Poder Judicial (muchos jueces son puestos en sus lugares por roscas) o desde los poderes concentrados económicos o mediáticos, los que por otra parte jamás se exponen al veredicto de las mayorías o juegan un partido de fútbol con un hipotético adversario para saber quién es el mejor, que no es lo mismo que decir quién tiene la razón.

La cuestión entonces es que los vencedores se deben alinear con los deseos de los perdedores. Y con esto no quiero ni por asomo hacer una reivindicación de la meritocracia. No. Nada que ver. De lo que hablo es que dejen festejar tranquilos a los que ganan un partido de fútbol (siempre y cuando lo hagan dentro de la ley) y que también dejen gobernar a los que ganan elecciones (siempre y cuando lo hagan dentro de la ley). O sea, que cada uno ocupe su rol.

Los jugadores de la Selección, aún con el error de no haber ido a la Casa Rosada a festejar con la gente y no con el gobierno de turno, hicieron más o menos lo que quisieron y le dieron a mucha gente, tal vez, la alegría más grande de su vida.

El Gobierno, en una de esas, a lo mejor, debería hacer lo mismo. Dejar de mirar la tapa de los diarios, mostrar algo de audacia y hacer lo que le parece que está bien para las mayorías, sin importarle tanto lo que digan aquellos que perdieron hace tres años y que dentro de uno van a volver a jugar el partido para ver si tienen mejor suerte.

En eso estamos amigos. Entre ganadores y perdedores. Juzgadores morales de fiestas. Y embarradores seriales de canchas.