Nadie esperaba a esta Selección Argentina. Llegó sin avisar, como muchas veces llegan sus goles. De forma natural, espontánea. Este equipo feroz, valiente y cada vez más lujoso emergió de aquel que titubeaba en su intrascendencia y que hasta la Copa América solo había mostrado algunas tímidas reacciones. Fue una metamorfosis repentina, como si la victoria en el Maracaná hubiese alumbrado una nueva era.

Desde aquella inolvidable final ganada, la primera desde 1993, todo se acomodó. Adentro y afuera de la cancha. Porque ese seleccionado que se formó en partidos anodinos, sin público y bajo un silencio sepulcral, pudo al fin darse el baño de masas que esperaba casi tanto como el éxito deportivo. Ante Bolivia fue una pequeña muestra y contra Uruguay terminó de sumergirse en un cariño popular desconocido para la Selección en los últimos tiempos.

La comunión entre el plantel y el pueblo es incuestionable. Las razones son múltiples y van desde el simple hecho de que se logró el triunfo tan demorado hasta la necesidad de un festejo popular en esta época aciaga de pandemia y depresión. Abordar en este asunto quedará para otro momento, pero sí vale la pena destacar ese ida y vuelta entre jugadores e hinchas que forma parte constitutiva de esta nueva era.

Es probable que el carácter de inesperada que ha tenido la irrupción de este seleccionado ganador haya sido una de las principales razones por las que es tan simple empatizar con esta Argentina. Se agotan las entradas en dos horas porque el pueblo tiene más ganas de disfrutar un rato en comunidad de las que tenía antes de marzo de 2020, claro, pero también porque hay un equipo que responde y que construye una identidad desde su juego pero también desde ese ida y vuelta.

El 3-0 sobre Uruguay en un clásico mundial fue el punto más alto del rendimiento argentino. Nunca había jugado así la Selección, ni en cuanto a la cantidad de tiempo de dominio ni tampoco a la calidad del mismo. Argentina es feroz, tiene un apetito ofensivo voraz y juega al ataque sin cavilaciones. No tiene fundamentos tácticos demasiado complejos ni tampoco pretensiones de estilo o búsqueda de un “juego de autor”. Quizás esa sea la gran virtud de Lionel Scaloni: comprender quiénes se llevan mejor y darles libertades. Las bondades de un seleccionador.

Es fácil ver que Leandro Paredes, Giovanni Lo Celso, Lionel Messi y Ángel Di María hablan el mismo idioma. Pero una cosa es compartir la lengua y otra escribir una buena historia con esas palabras. A estos jugadores lujosos que hasta este año no habían podido desplegar su talento con continuidad se ha sumado con absoluta familiaridad el hombre símbolo de este seleccionado. Rodrigo De Paul llegó en silencio, con Scaloni como único sostén, y se convirtió en una pieza fundamental, en el socio de todos y en un hombre muy necesario en la maquinaria, por recorrido y por tenacidad.

La fiereza del equipo, que en ataque se observa en la verticalidad para buscar el arco rival y en el camino buscarse unos con otros y también en la dinámica de movimientos, parte de De Paul y también de otros dos nombres fundamentales de esta historia: Emiliano Martínez y Cristian Romero. Hoy, son de los mejores diez futbolistas del mundo en sus puestos y no solo le dan jerarquía al equipo, sino también sangre nueva y vitalidad. Contagio le dicen.

El último (en realidad, el primero) engranaje de una máquina que ya debe empezar a probarse en las arenas de medio oriente es Lionel Messi. Tanto en los programas de la tarde como en las plataformas y redes sociales, “antiguos” periodistas y modernos “creadores de contenido” coinciden en que este es el mejor Messi de la Selección y en otras varias cuestiones, muchas más de las que están dispuestos a reconocer. La verdad que no tiene sentido comparar, porque Messi siempre fue el mismo. La única diferencia es su propia vida. Hoy tiene 34 años, conoce casi todo lo que debe conocer del juego y está rodeado por compañeros que lo acompañan, que lo buscan y, sobre todo, que lo encuentran. Verlo jugar conmueve, por el arte y por la alegría.

“Qué lástima que el Mundial no sea ahora”, se lamentan desde diversos foros. Quizás convenga tan solo disfrutar de un equipo que juega sin mirar el almanaque, que lo hace con libertad y, qué valor tiene en estos tiempos, que genera un rato de alegría.