Decir que se distinguió del resto por su increíble capacidad de concentración, sería subestimar la incomparable inteligencia que siempre demostró para jugar al tenis e ignorar su forma única de moverse dentro de una cancha, cualquiera fuera la superficie.
Rescatar sólo la claridad que tuvo para jugar cada uno de los puntos decisivos de sus grandes finales, o la velocidad del único par de piernas más famoso que el de Anna Kournikova en la historia del circuito, sería restarle magnitud al mérito de alguien que jamás pareció tener miedo de perder; a la virtud de quien –más importante aún– nunca tuvo miedo de ganar.
Definir a Björn Borg es imposible. Al menos para quien pretenda darle el valor de lo absoluto a su sentencia. Todos saben que no fue un virtuoso. Nadie sabe exactamente por qué fue tan grande. Por lo pronto, en los años en los que el tenis masculino tuvo a varios de los más notables talentos (Nastase o McEnroe) y también a muchos de los mejores especialistas (Connors, Vilas, Orantes, Panatta, Gerulaitis, Ashe, Solomon, según el tipo de cancha) de todos los tiempos, el sueco sacó chapa de invencible tanto sobre el césped de Wimbledon como en el pastoso polvo de Roland Garros. En términos técnicos, físicos, emocionales o estadísticos, todo lo suyo es relativo o discutible. Excepto que es uno de los más grandes del siglo.
Borg sacudió el mundo del deporte mucho antes de ser ganador. Le bastaron dos partidos en el All England Tennis & Cricket Club de Wimbledon para dejar en claro que, más allá de su por entonces incierta capacidad tenística, lo suyo rompería con las estructuras preexistentes.
El simple hecho de que una banda de adolescentes con minis y taquitos tipo Twiggy pisoteara el sagrado césped en una búsqueda desesperada de un autógrafo y un beso, le bastó al suequito de 17 años para ser la nota de la primera semana del Wimbledon de 1973. Ese rol de sex symbol, mezcla de James Dean con dios de la mitología escandinava, es otro de los misterios de este personaje: como muchos de los de su especie, Björn Borg fue popular y seductor a pesar de su voluntad de fulano introvertido y distante.
En realidad, cuando se enumeran las incertidumbres vinculadas con su vida pública y privada, no sólo se descubre que son muchas más que las certezas. También se llega a cambiar el foco de la búsqueda: más que en la capacidad de ganar casi todo lo que se propuso, el gran misterio de Börg está en saber realmente los motivos que lo llevaron a retirarse.
Cualquier historia integral sobre él gira alrededor de las razones de su abandono. Para entender por qué, es fundamental tener en cuenta que la decisión comenzó a tomar forma justo al final de un año, 1981, en el que había llegado a las finales de cada Grand Slam que había jugado (no fue a Australia, le ganó a Ivan Lendl en Roland Garros y perdió con John McEnroe en Inglaterra y en los Estados Unidos). Casi en el estilo de quien pretende interpretar cada figura de Ingmar Bergman o qué quiere decir el Indio Solari en las letras de Los Redonditos de Ricota, los “borgólogos” han tirado decenas de teorías respecto del retiro de un tipo que, con sólo 26 años, ni siquiera tenía la certeza de haber dejado de ser el número uno.
De jugar vigilado a no jugar
Falta de motivación, deseos de concentrarse en formar una familia, inestabilidad emocional fuera de las canchas –circunstancia que se manifestó tanto en sus asuntos afectivos como comerciales–, saturación mental y física luego de una década de lujosa gitanería. Todas razones justificables y debidamente sustentadas por los teóricos. Tal vez, quien más cerca estuvo de la realidad fue Guillermo Vilas, su amigo de los primeros años, cuando aseguró en 1982, el año en el que el sueco empezó a irse: “Para Björn será imposible dejar el tenis y vivir lejos de las luces de la fama”. En efecto, Borg no sólo volvió a intentar competir profesionalmente un par de veces, sino que sigue dando vueltas por el mundo, integrando el circuito de veteranos.
Sin embargo, pocos se detienen en un episodio. En el US Open de 1981, y debido a que en la jornada de semifinales –la bien llamada Súper Sábado– un sujeto había andado a los tiros desde la tribuna de prensa, la final que McEnroe le ganó a Borg en cuatro sets se jugó con policías armados instalados en cada rincón de la cancha, un hecho único en la historia del tenis.
Más allá de la derrota ante quien venía de robarle el sueño del sexto Wimbledon, para Borg resultó incomprensible eso de jugar con custodia. No podía entender que el deporte que le había permitido liberarse del frío del invierno y la monótona apacibilidad de Sodertalje, su pueblo natal, ahora se jugara bajo vigilancia.
Él mismo se encargó muchas veces de negar rotundamente esa versión. Cada vez que se la insinuaron, se opuso fastidiado a la idea de que aquel insólito episodio hubiese terminado con las ilusiones nacidas el día en que su padre le regaló la raqueta que había recibido de premio en un torneo local de tenis de mesa.
Lo concreto es que en el momento del incidente –escandaloso en principio; diluido con el paso del tiempo– no quedó claro si el extraño francotirador era uno de los tantos dementes sueltos o un sicario de los que manejaban el negocio de las apuestas clandestinas.
Por encima de las elucubraciones, lo incuestionable fue que Borg terminó 1981 sin ganar el US Open –seguramente el torneo que más le dolió no haber conquistado nunca–, que McEnroe también le quitó la chance de ganar su sexto Wimbledon consecutivo, y que el mundo del deporte se quedó con las ganas de disfrutar nuevos capítulos de un duelo único.
Así como nadie discute su condición de gran campeón, habrá que convenir que si le servía para ganar, no dudaba en dormir al de enfrente –y a todos los de la tribuna– pasando pelotas desde el fondo. Por eso, lo mejor suyo a la hora de combinar triunfos y espectáculos, siempre fue enfrentando a tipos como Jimmy Connors, Vitas Gerulaitis, Roscoe Tanner u, obviamente, McEnroe.
Ojo: se habla de imaginación, talento, creatividad o improvisación; ésas pueden haber sido sus materias pendientes. Pero cuando se habla de jugar bien al tenis, de saber jugar al tenis o de saber tomar las decisiones adecuadas, no queda un mínimo resquicio de duda sobre su grandeza. Porque Borg hizo casi siempre lo que correspondía. Prescindiendo, apenas, de sus limitaciones. Por eso, así como era difícil sacarlo de la base en las canchas lentas, él nunca dudó en superarse y hacer saque y volea en el césped.
El cerebro mágico
Un viejo cuento del tenis habla de un entrenador que le está dando las últimas instrucciones a su jugador, antes del partido, y sólo le pide una cosa: que gane el último punto.
También se habla de lo importante que es jugar con el tanteador en la cabeza cuando se está ganando y olvidarse de él cuando se va perdiendo.
El sueco fue único en el rubro. La toma de decisiones, eso tan difícil en un deporte individual con tanta influencia del factor psicológico, fue uno de los aspectos en los que no tuvo par. Sólo así zafó de partidos casi perdidos en cada uno de los Wimbledon que ganó. Fueron años en los que la prensa prescindía de sus éxitos que, por reiterados y contundentes, resultaban menos atractivos que las idas y venidas de su extenso noviazgo con la tenista rumana Mariana Simionescu o de su decisión de instalarse en Montecarlo, mucho más para aprovechar las ventajas fiscales que para disfrutar de un principado demasiado movido para sus gustos de entonces.
Fueron años en los que el parlamento sueco interrumpía cualquier sesión si Ingemar Stenmark, el gran campeón de esquí, quedaba a tiro de una medalla en los Juegos Olímpicos de Invierno, pero, especialmente, si Borg jugaba un partido por la tele (dato irrelevante para quienes estamos acostumbrados a nuestros funcionarios, pero importante en tanto se hable de sus colegas suecos).
Fueron años en los que los argentinos descubrimos que Vilas sólo podía crecer a su sombra, del mismo modo que sucedería diez años después con Sabatini y Steffi Graf.
“Es mentira que haya jugadores capaces de no sentir temor dentro de una cancha –aseguró alguna vez Jimmy Connors, el tenista más ganador de todos los tiempos y víctima del sueco en las finales de Wimbledon 1977 y 1978–. Simplemente, algunos superamos ese miedo más fácilmente que otros.”
O Björn Borg venció esas presiones con inusual rapidez o habrá que desmentir a Jimbo. Porque el rubio de pelo largo, la vincha, la mirada impasible y la paciencia eterna, nunca pareció sentir miedo.
Nota publicada originalmente en diciembre de 1999, en el anuario de la Revista Mística: “Un siglo del deporte”.