“¡Andá a la puta que te parió!”. Ringo no podía creer lo que escuchaba. Estaba en el momento más importante de su carrera. La última chance. Se jugaba la vida. Era el penúltimo round. Contra Alí y en el Madison Square Garden. Y en el rincón, como si estuvieran en un gimnasio de Parque Patricios, los hermanos Juan y Bautista Rago dale que te dale putéandolo a Gil Clancy, el experimentado entrenador que Ringo había contratado para esa pelea.
“¿Qué mierda pasa? ¿Estás loco? ¿Por qué lo insultás?”, preguntó Ringo a Bautista Rago cuando llegó al rincón tras el penúltimo round. “Porque no me lo banco”, contestó Bautista. La cosa no paró ahí. Mientras permanecía sentado, Ringo escuchaba por el oído izquierdo a Bautista diciéndole que regulara hasta el final “porque es una actuación bárbara”. Por el oído derecho, Clancy le pedía exactamente lo contrario. Que estaba perdiendo por puntos y que tenía que jugársela. En criollo, los Rago le decían que sólo se dedicara a aguantar la campanada final. En inglés, Clancy le indicaba que tenía que salir a matar o a morir. Y allí fue Ringo. A morir.
En el avión de regreso lloró y tuvo miedo sobre cómo lo recibiría la gente. “Fue ovacionado; ése fue el punto culminante de su carrera, pero también el inicio del declive”. El cineasta Carlos Sorín me contó una vez que por eso había elegido esa escena –Ringo bajando del avión, ovacionado tras la pelea con Alí- como el final de la película que, crisis mediante, jamás realizó, con Rodrigo de la Serna haciendo de Bonavena.
El actor que sí logró hacer de Bonavena es el español Sergio Peris-Mencheta. Sergio no sabía quién era Ringo cuando le ofrecieron el papel. Pero luego visitó su tumba en la Chacarita y hasta fue al corazón de la hinchada de Huracán. Comprendió perfectamente la importancia que tenía para Ringo esa pelea celebrada el 7 de diciembre de 1970 y que forma parte de la memoria popular del deporte argentino.
“Sinceramente, creo que el resultado de esa pelea hizo justicia en todos los niveles”, me dice Sergio, que hará de Bonavena en un film estadounidense que, en rigor, será sobre la vida de Joe Conforte, el mafioso que mandó asesinar a Ringo el 22 de mayo de 1976 en las puertas del Mustang Ranch, el gigantesco burdel que regenteaba en Reno junto con su esposa Sally. Según Sergio, Alí “se merecía todo después del desplante de Vietnam… Negárselo, sería como desposeer a Jesse Owens de las medallas de Berlin”.
Alí, es cierto, venía de cumplir suspensión y humillación por negarse a combatir en Vietnam, lo despojaron del título y hasta de su pasaporte, y sólo no se animaron a encarcelarlo. Le habían quitado los mejores años de su carrera. Pero allí estaba él otra vez. Dispuesto a recuperar en un ring lo que le habían robado en un escritorio. Además, ya no era sólo un boxeador. Su rebeldía antibélica lo había convertido en un símbolo de las protestas antiestablishment de los agitados años 60. Lo admiraban intelectuales, pacifistas y hippies. Bertrand Russell, Jesse Jackson, Dustin Hoffman eran sólo algunos de los nombres célebres admiradores de Alí.
Pero en Argentina no era fácil advertirlo. Acá, como era normal en aquellos tiempos, vivíamos en dictadura. Mandaba, por así decirlo, el general Roberto Marcelo Levingston, porque a Juan Carlos Onganía lo habían desterrado a las sierras de Córdoba. En la residencia de un neonazi, Onganía hinchaba esa noche por Ringo. A su lado estaba un joven Osvaldo Soriano, periodista de Primera Plana, queriendo entrevistarlo. Todos queríamos que ganara Ringo. Y hasta se festejaron sus ocurrencias en el pesaje, cuando le dijo “chicken” (gallina o cagón) a Alí porque no había ido a Vietnam e hizo un gesto que indicaba que olía mal porque era negro.
“¡Andaaaá maricón!”, le dijo en otro momento del pesaje, para luego seguir con un “culito, culito”, tocándole la cola a un Alí que terminaba rendido y hasta riéndose de las salidas de ese porteño fanfarrón que resultó ser más bocón que él mismo.
Una anécdota más para contar lo que representaba Alí en aquel momento. Apenas dos horas antes de la pelea, Judge Aaron, un negro delgado de unos 40 años, rogó que lo dejaran verlo. Aaron se desnudó y le mostró a Alí las tres K que le habían dibujado en el pecho los racistas del Ku Klux Klan. También el espantoso dibujo de cicatrices del bajo vientre porque los fanáticos le rebanaron los testículos. Alí lo abrazó y ordenó que lo hicieran sentar cerca de su rincón, donde él pudiera verlo.
Le dio un poema al periodista Bud Collins en el que ratificaba que noquearía a Ringo en el noveno round y a unas pocas cuadras del Madison bajó del Cadillac e invitó a decenas de seguidores a que entraran con él al estadio, ante la furia de los controles. El Estados Unidos más reaccionario mandó amenazas de bomba y fincó sus esperanzas en el joven argentino, blanco y racista, gorila y admirador del general Alejandro Agustín Lanusse, que pocos meses después sucedería a Roberto Levingston.
Ringo, puro coraje, casi lo tira en el 9° y resistió hasta el nocaut agónico del último round. Volvió admirado. No le alcanzó. Seis años después, a los 33, y otra vez bajo dictadura, fue asesinado por el mafioso. Alí dio un paso decisivo en su camino a la leyenda. A su coronación como uno de los más grandes deportistas de todos los tiempos.
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*Esta nota fue publicada originalmente en el número 17 de Un Caño, de septiembre de 2009.