A esta altura, tres días después del bochorno de la Bombonera, hay tantas respuestas por todos lados que no me siento capaz de aportar ninguna nueva. Como mucho, creo que puedo sacar a relucir una pregunta.
¿Para qué jugamos al fútbol? La formulo así, en plural, con la idea de incluir a todos los que, en este país, disfrutamos de jugarlo, y de sentir que lo jugamos cuando hay partido del club que amamos. Vivimos al fútbol con tal profundidad que, sin duda, lo jugamos.
Pues bien. ¿Para qué jugamos? Las personas hacemos las cosas por múltiples motivos. Seres humanos. Seres complejos. Tal vez en esa complejidad reside, precisamente, nuestra humanidad. Y sin embargo me da la impresión de que, entre las cosas que han cambiado en nuestro fútbol en los últimos años, es que la respuesta a esa pregunta se ha simplificado hasta el embrutecimiento. Hoy se juega para ganar. Ya imagino la respuesta de numerosos lectores. ¡Obvio! ¡Uno cuando juega quiere ganar! Por supuesto. Pero da la impresión de que lo UNICO importante de jugar al fútbol es ganar. No importa cuánto, no importa cómo, no importa a qué precio. No importa a qué nivel de indignidad haya que descender. El triunfo es todo. Y todo lo demás es nada, empezando por el camino que nos llevó hasta allí.
¿Qué es lo que ha vuelto tan importante el fútbol en el horizonte de nuestra existencia? ¿Demasiadas incertidumbres en la vida, por fuera de él? ¿Formas, huellas de identidad que se han derrumbado por todos lados, y que lo dejan como único referente de quiénes somos?
El empobrecimiento de nuestra mirada infantiliza nuestras reacciones. Nos acercamos al fútbol desde el impulso y el capricho. No aceptamos ni esperas ni frustraciones. Nada de eso. Todas son polaridades. Cuanto más básicas, mejor. Ganar-perder. Gloria-infierno. Todo-nada. Papá-hijos nuestros. Hermosas polaridades torpemente apasionadas. Tácita o explícita, nos dejamos hamacar en el tétrico meneo de esa gran falacia del embrutecimiento totalitario que dice que el fin justifica los medios.
Sin duda lo sucedido en la Bombonera el jueves tiene que ver con el funcionamiento del “dispositivo fútbol” del que forman parte dirigentes, barras, periodistas, jugadores, policías y la mar en coche.
Pero por detrás hay una sociedad que tolera y legitima, que acepta y reproduce una escala de valores. Un árbol con una única rama y un montón de muñones. Si te caes desde la victoria solo te espera el durísimo suelo, porque no hay nada de dónde aferrarte en el camino. Por eso el pánico a perder. A concebir la sola posibilidad de ser derrotado. Claro: a veces pasa que la pelota entra más veces en tu arco que en el ajeno. Entonces … ¿perdimos?
No importa. Desde nuestra inmadurez negaremos la realidad. Si no pudimos ganar, impediremos jugar. Y si no conseguimos impedir jugar, intentaremos aniquilar tu felicidad recordándote angustias del pasado, o echando a correr un rumor según el cual tu triunfo se produce gracias a la corrupción y al engaño, a confabulaciones internacionales o domésticas. O emboscaremos a tus hinchas para molerlos a golpes en alguna esquina oscura.
“No existís”, es una frase de cantito de cancha que hace un par de décadas viene ganando adeptos. Eso: no podés ganarme, no podés hacerme perder porque ni siquiera sos. Yo soy todo. Vos sos nada. No merecés nada. No valés nada. Ni tu palabra vale nada. No voy a creerte si salís de la manga con los ojos enrojecidos y las camisetas manchadas. No. Voy a burlarme de tu cobardía, de que “querés abandonar”, de que “salís corriendo” como sostienen los hits tribuneros.
Hemos podado al fútbol de valores. Le serruchamos la belleza, la dignidad, el reconocimiento al rival, la ética de la paciencia. Y lo peor: lo hemos despojado de preguntas. Lo único que importa es que ruede la pelotita. Mientas ruede, mientras no se detenga, la vida está bien. Si se detiene empiezan nuestros problemas y nuestras inquietudes. Supongo que por eso pudimos escuchar en la transmisión televisiva del jueves, más resignados que incrédulos, a periodistas que se preguntaban (mientras los jugadores de River se arrojaban agua sobre las quemaduras, y el dron sobrevolaba sus cabezas, y un grupo de plateístas arrojaba botellas para impedir el “abandono”, y Orion ordenaba saludo uno, saludo dos) si el partido podía continuar el viernes a la tarde, o el sábado, con esto de que no había fecha del fútbol local …
El único valor blindado es el de la victoria. Sostenido por protagonistas, legitimado por los medios, tragado sin masticar por los hinchas. Sin embargo, creo que sería una ingenuidad considerar que es un problema del fútbol. Nada de eso. Si en el fútbol somos pendencieros, turbulentos y facciosos … ¿hay alguien que pueda suponer que esas características se ponen en juego, únicamente, en el estrecho límite de nuestras canchas?
Fuente: Diario Clarín