Si uno recorre los pueblos del interior bonaerense, santafecino o entrerriano, difícilmente pase por uno en donde no haya un almacén/bar y, a los pocos metros, un frontón.
No es una casualidad: los bares reunían a los parroquianos para conversar y discurrir sobre diversos temas y los frontones servían para una doble función: despuntar el vicio de la pelota paleta y, tal vez lo más interesante para los que se juntaban, para desplegar una vastísima gama de apuestas que le daban sabor y color al deporte.
Y si uno quiere detenerse en la historia de los pelotaris argentinos, inevitablemente debe hacer referencia al más grande de todos, al que desplegó un talento inconmensurable en cada una de las canchas que pisó: Oscar Messina, o el Manco de Teodelina, quien más allá de ser oriundo de esa ciudad santafecina, vivió la mayor parte de su vida en Chascomús, desde donde partía una y otra vez convocado desde diferentes lugares del país para desplegar sus impecables drives y reveses y cobrar suculentas sumas de las apuestas clandestinas.
El juego de Messina, esta dicho, era fantástico. Pero también lo era el afuera, es decir lo que pasaba antes y después de entrar al frotón. Porque el Manco rodeaba cada una de sus presentaciones con historias fantásticas, muchas de ellas que rozaban lo novelesco. Por eso, más allá del deporte, se convirtió en un héroe popular con todos los ingredientes necesarios: ganó plata como para que vivieran sus nietos pero la dilapidó sin pestañear, jugaba dando ventajas físicas y ganaba, se quedaba bebiendo con los pisanos de cada uno de los pueblos que visitaba hasta la madrugada, pagaba tragos con generosidad, prestaba plata a cada uno que se le acercase a pedirle y tantísimas otras historias que fueron convirtiendo a su figura en un mito. Ni bueno ni malo, incorregible, como diría Jorge Luis Borges de los peronistas.
Si hay algo real, es que a la pelota paleta siempre se jugó por plata. Y que las apuestas las hacían entre el público pero, mucho más, los jugadores. Uno de los secretos de las apuesta era, entre otras cosas, el hándicap. Ya que se sabía que había mejores y peores jugadores, el favorito normalmente entregaba algunas prerrogativas para su adversario: jugaba, por ejemplo, sin derecha; o sólo de revés, o con derecha seca, o sin aire o al pique, o sin las dos; o a pasar entre las piernas, o a dos piques… Los que alguna vez jugaron al frontón entenderán de qué les estamos hablando. Y los que no, se harán una idea si dejan volar su imaginación. El Manco, sin ir más, lejos, era un especialista en darle ventajas a sus adversarios para compensar, para hacer más atractivas las apuestas y, básicamente, porque le gustaba cancherear.
El Manco no nació manco. En verdad, ni siquiera lo era. El apodo surgió porque cuando tenía 12 años y trabajaba de boyerito en la chaca de Juan Aberasturi, se cayó de un zaino mientras le daba daba de comer a la tropilla. En la rodada se quebró el brazo izquierdo y como en el campo no había yeso ni nada parecido, lo entablillaron con un par de sogas y los restos de un cajón de dulce de membrillo. El hueso soldó, pero como era de imaginarse le quedó todo doblado, por lo que la zurda le quedó más corta, con la forma de una banana. Así fue como nació el apodo y el mito del pibito que con un brazo inutilizado se encarga de hacerle partido o barrer a quien se le pusiera al costado en el frontón, por más encumbrado que fuera.
Como por ejemplo, pasó en 1952 con su compatriota Aaron Sether, quien se había consagrado hacía pocos días campeón mundial en San Sebastián. El desafío se llevó adelante en la cancha del club Alumni de Chascomús. Después de un partidazo, el Manco perdió por muy poco y se quedó recontra caliente porque se consideraba suprior. Al terminar el partido, y mientras se estrechaban la mano, el Manco le pidió al Ruso la revancha inmediata, incluso dándole un tanto de ventaja. Sether se la negó, ante la sorpresa de todos los presentes. Aquella vez, sabiéndose superior a su adversario, el Manco sobró el partido jugándolo sólo con el revés.
Una de sus particularidades era que era tan enemigo de la policía como amante del juego, del dinero, de trago, de las mujeres y de las apuestas. Una vez incluso llegó a estar preso nueve meses (“por agarrarme a piñas con unos milicos”) y ni siquiera allí dejó que le enseñaran a leer y a escribir, a pesar de que “en la cárcel había maestros para todo lo que uno quisiera aprender”.
En una entrevista con Carlos Ferreira para El Gráfico, en 1978, recordó que una vez “jugamos un partido Ibarra y yo contra Delguy y Domingo Olite, en Lomas de Zamora. Duró como cuatro horas y nos ganaron 105 a 103. Fuimos tanto a tanto. Íbamos 104 a 103 cuando al Flaco Delguy le tiré un tambor impresionante. Entre la pelota y el piso no cabía la paleta de plano. Sólo Delguy podía agarrar eso… ¡Y de revés! Le metió la pala, la levantó y colocó la pelota muerta a medio centímetro del suncho. Qué bárbaro, ¡sólo Delguy podía! Así nos ganaron.”
En aquella misma nota de El Gráfico, un vecino de Chascomús contó que “como el Manco no hubo nadie. Esto lo vi yo. Le jugó él solo a César Bernal, el famoso Perro uruguayo, y a un tal Gallo. Fue un desafío. El Manco no arrugaba nunca y aceptó. Apostaban 60 mil uruguayos y a Messina le faltaba plata. Fue y la pidió. Empezaron a jugar a las tres de la mañana y terminaron a las seis y media. Largaron cuando empataban 69 a 69 y el Perro Bernal lo levantó en andas a Messina y lo paseó por toda la cancha”.
El Manco era también un tipo de pocas pulgas. Para terminar las discusiones, siempre tenía a la mano una Smith & Wesson 32, la que había comprado por 50 mil pesos en 1953. Otra de sus características era un poncho carísimo de vicuña, el que había pagado por la misma época unos 60 mil pesos y una rastra con 150 monedas de oro.
Una tarde, por insistencia de su padre, desafió al invicto de Colón, el Cabeza Papaolo. Ante 800 personas el Manco perdía 11-1 y su progenitor ingresó a la cancha gritando “sinvergüenza, arruinaste a todo un pueblo”. Él, sorprendido, lo tranquilizó: “Papá, vea, el partido va por 11 y es a 30”. Finalmente ganó 30-23 y recaudó 3.800 pesos para las arcas familiares.
El Manco nunca tuvo inconvenientes de desafiar a cualquiera, siempre y cuando fuera por plata: “yo por nada no juego”, decía. Su adversario podía ser un despistado para esquilmarlo o un campeón del mundo. No le hacía asco a nada.
En 1958 se la jugó con el Negro Acevedo, su compañero de ruta, ante Armando Olite y Juan Andrade, los últimos campeones mundiales en dobles, quienes trataron de evitar el desafío a toda costa. Finalmente aceptaron y perdieron 30-27. La leyenda que el partido fue que rigor jugó Messina solito y solo contra Olite y Andrade, ya que el Negro estaba pintado.
Otra historia, de dudosa verosimilitud, ocurrió presuntamente en el Club Gutemberg de La Plata. Dicen que el Manco, en 1971, y en su primera y única participación en el Campeonato Argentino, ganó un partido después de tomarse 8 medidas de whisky con agua tónica.
Allá por los años 60, su fama ya recorría todo el país. Tanto que lo contrató Gimnasia y Esgrima de La Plata para sumarlo sus profesionales. Duró poco porque se negó a sacarse para jugar un sombrero entrerriano de color hueso. Los dirigentes primero lo suspendieron y después lo echaron porque consideraban que el Manco tenía más mañas que una estrella de rock.
Era fanático de los perfumes caros y, sobre todo, del oro. “Un día fuimos a Rosario. Pasamos por una joyería y vimos un mate de plata, con una bombilla también de plata y cuya punta era de oro. Entró a la joyería y preguntó cuánto salía. Le dijeron un platal. ‘Si ganó esta noche, te lo compro mañana’, dijo. Fuimos al Club Gimnasia y Esgrima, ganamos dos partidos y al otro día fue y lo compró”, recuerda el Salamín Medici, eximio jugador contemporáneo al Manco.
Ganó mucha plata, ¿no?, le preguntaron cuando ya estaba jubilado. “¡Fortunas! –respondió–. Pero ahora no tengo nada. La tiré toda porque nunca me gustó trabajar. Siempre fui un vago”.
En 1952 la Federación Argentina lo reclutó para la preselección que se estaba armando para el Mundial. En el Club Platense lo enfrentó a los mejores y les ganó a todos. Una vez terminada la práctica, le dijeron que en pocos días le confirmarían si quedaba entre los convocados. El Manco se enojó: “¿les gane a todos y me tienen que evaluar? Esto está reservado para los acomodados”, dijo y se mando a mudar. Nunca más se lo volvió a citar.
“Yo no fui campeón mundial porque soy radical y en aquel tiempo estaba Perón. Yo era un paisano mal llevado. No me dejaba manosear por esos carasucia, y de yapa, era radical; tenía todas las contras. Pero igual les ganaba a todos”, decía sin pudor.
Aquella única vez que jugó el Campeonato Argentino fue suspendido por cuestiones reglamentarias por 99 años para competencias oficiales. Cuando le informaron se puso furioso y sacó su Smith and Wesson y empezó a los tiros. De milagro no mató a nadie. Su explicación insólita fue: “No me enojé porque no me dejaban jugar los campeonatos oficiales. Me calenté porque me confundieron con un elefante. Si no, ¿cómo se entiende una pena de 99 años?”
Fue amigo de Raúl Alfonsin, con quien compartió larguísimas veladas de conversación, anécdotas y boliche. Murió el 11 de mayo de 2005, a los 75 años.
Como extra, les dejamos esta nota que le hizo el hijo de Raúl, Ricardo, para la televisión de Chascomus, en el año 96.