Mi primer contacto con la magia fue con Nico, un mago flaco, de rulos, que animaba fiestas de cumpleaños. Un personaje que podría haber salido de Broadway Danny Rose, aquella película de Woody Allen que mostraba la vida de un humorista perdedor que se movía en un ambiente donde también aparecían ventrílocuos, titiriteros y diferentes artistas del varieté neoyorkino.
Durante varios años Nico nos sorprendió con su rutina de trucos: palomas, flores y conejos salían de su galera integrados a una serie de figuras de animales fabricadas con globos, que duraban pocos minutos, antes de ser explotadas por mis compañeros de primaria.
En el break, entre palitos salados, chizitos y sándwiches de miga, se proyectaba La Guerra de las Galaxias y Cupido motorizado, ambas en Súper 8 y en versiones reducidas, mientras Nico preparaba su segunda parte donde aparecía el “bastón escopeta”, un bastón que disparaba una bala que asustaba a la mayoría de mis compañeritos y a mí también.
A medida que pasaban los cumpleaños el reinado de Nico se fue debilitando. Los trucos no causaban el mismo efecto, el “bastón escopeta” empezó a causar menos susto que un chasquibum y los padres desilusionados dejaron de llamarlo. Le dieron un descanso, lo colgaron.
Así fue como los magos (Nico en este caso) desaparecieron de los cumpleaños (y de mi vida); y fueron reemplazados por los partidos de fútbol en el Beccar Varela o el circuito KDT, o por las pistas de patinaje como My Way o Winter.
Nico fue el último mago que disfruté. Debo reconocer que más tarde, tanto los magos como el circo y los payasos, me generaron sensaciones que fluctúan entre el miedo y la tristeza.
Cuando pensé que el término “magia” había desaparecido, un día volvió de manera sorpresiva. Fue en la librería Yenny, allí el Negro Carlos, mi jefe, hincha de San Telmo, en una charla futbolera me nombró a un jugador clave en alguna campaña pasada del candombero. “…En ese equipo jugaba Diego Magia”, dijo; Diego de nombre, Magia de apellido… jugador número 10. Casi parecía una referencia maradoniana. Quedé mudo, me reí y ahora, mientras escribo, pienso si fue verdad, si alguien se pudo llamar realmente así.
El último mago que vi lo tengo que llevar al plano del tenis, un deporte del que siempre disfruté su beta más antigua, más clásica, la escuela de Big Mac (Enroe) o los zurdos finos, como el ecuatoriano Andrés Gómez en Roland Garros, versión 90, o el revés a una mano de Gastón Gaudio . El mago al que me refiero no era un ganador de títulos –sólo ganó 5 en su carrera– ni un terrible sacador, era un especie de artesano, un llanero solitario alejado de la tecnología. Casi como un fantasma, Fabrice Santoro se transformó en alguien distinto dentro del círculo.
¿¡Cómo no identificarse con un tenista imprevisible, un hombre que cambiaba su empuñadora naturalmente, un tenista feliz que hacía a la gente feliz!? Yo lo esperaba. Cualquiera fuera su rival, quería verlo.
Obviamente que para los amantes del resultado (los bilardistas del tenis), de la cantidad de títulos o la velocidad de saque, Santoro no cuenta, pero sí quizás en el recuerdo de varios jugadores que alguna vez quedaron pagando por el hombre nacido en Tahití y corrieron la cancha casi guiados por un torero de la raqueta. Grandes jugadores que se sintieron sorprendidos de la magia que ellos no poseían, un don innato.
El hechicero francés, que llegó a fines de la década del 90 a su puesto más alto (número 17 del ranking), se despidió en el año 2010, jugando en el Abierto de Australia.
Santoro fue un mago generoso, un ilusionista que llenaba la vista; alguien que regalaba lujos y sonrisas en medio de la tensión de un partido.
El recuerdo de los golpes de Santoro se parece a la cara de mis compañeros de la primaria, caras de sorpresa, de inocencia; hechizados cuando el mago Nico nos hacía felices con sus viejos trucos en los cumpleaños infantiles. Era otra época.
Artículo publicado en UN CAÑO #28 – Agosto 2010