Mamá, mamá, vení a verlo. Jorgito se hizo mierda.
El grito de Manuel Castro era tan desagarrador como el de su hermanito menor. La señora, hermosa morocha catamarqueña de 24 años que trabajaba de portera en una escuela, pensó lo peor. En tres segundos recobró la respiración. Miró a los chicos, que habían llegado caminando hasta el colegio, y descubrió que a Jorgito le había pasado algo serio pero estaba vivo. Aunque lloraba como si le hubiesen pegado, escondía atrás de su espalda las manos ensangrentadas.
-A ver mostrame, ¿qué te pasó?
-Fuimos hasta la calesita abandonada y quiso hacerla funcionar toqueteando el motor. De repente la máquina arrancó y él tenía las manos adentro -intervino el hermano.
-Te podías haber matado. Te podías haber matado.
Vení, vamos al hospital.
Los dedos estaban machucados, ninguno tenía uñas y la sangre ocultaba la dimensión del desastre. Aquél no era el tiempo ni el lugar para morir.
Caleta Olivia parecía una tierra de esperanzas petroleras y pesqueras en los sesenta. Hacia allá habían viajado centenares de santiagueños, catamarqueños y tucumanos bajo el hechizo de una Patagonia que prometía buenos sueldos, puestos en la YPF estatal y tal vez una novia que mitigara tanto frío y tanto viento.
La mamá de Jorgito también había pensado lo mismo. Pero no imaginaba que el futuro duraría tan poco. El padre de los niños los abandonaría pronto y, a la edad en que las mujeres tienen el encanto de la juventud eterna, un mundo de calamidades se le vino encima. Pobre, sola y con seis varones para criar.
***
-Mamá, mamá… me ahogo, me ahogo.
El ruego rompió el silencio helado. El pálpito fue otra vez de horror. Era la voz de Jorgito, que venía de afuera de la casa.
-Es en el aljibe, la puta que lo parió… La sola idea de que él niño se hubiese caído al pozo la paralizó. Nadie la podía ayudar. Dejó los platos en la pileta y corrió hasta el aljibe con la decisión que su conciencia le ordenaba. Tirarse al agua y el barro en plena noche. Con la fuerza de las leonas que protegen a sus cachorros, logró agarrarlo, sacarlo y hacerlo respirar de nuevo. Aquél no era el tiempo ni el lugar para morir.
Su carácter y su furia inquietaban a toda la familia. Mucho más cuando se enteraron de que le habían puesto un apodo: “Buscarroña”. A la madre le inquietaba la idea de que un día se lo trajeran con la cara rota. Nunca ocurría.
No hay boxeador cuya infancia no haya sido la peor de todas. Al principio, los hermanitos Castro ayudaban a la madre como podían. Changas, ventas callejeras. Nada alcanzaba. Jorgito ya había pegado el estirón y daba la impresión de que sería un joven fortachón y que llegaría, quizás, al metro setenta. Le encantaba el fútbol y se la pasaba pateando en el Polideportivo de Caleta. La verdad es que se trataba de un adolescente bravo. No con la pelota, sino con los puños.
Su carácter y su furia inquietaban a toda la familia. Mucho más cuando se enteraron de que le habían puesto un apodo: “Buscarroña”. A la madre le inquietaba la idea de que un día se lo trajeran con la cara rota. Nunca ocurría.
Una noche de verano, el Jorgito de los problemas le trajo otro más: a Ios 14 años había tomado una determinación que, según decía, le haría ganar gloria y fortuna.
-Voy a ser boxeador. Me tenés que firmar la autorización para entrar al gimnasio del Polideportivo. Mira; acá abajo, mamá. Firmá acá abajo.
Para ella era demasiado. Los sustos de cada día eran nada al lado de una imagen que se le vino encima: Jorgito con toda la cara llena de moretones, o con una conmoción cerebral. La respuesta fue no.
A Jorgito no le resultó difícil conseguir la firma. Un día después se fue a la casa de un vecino cómplice que imitaba a la perfección las firmas de todo el mundo y obtener el permiso se hizo cosa de niños. Cuando, meses después, la madre se enteró, ya era tarde. Un médico amigo la aconsejó: “Señora, déjelo, lo he visto en el gimnasio y le aseguro que su hijo va a llegar a campeón del mundo”.
***
La primera vez que oí hablar del “Roña” Castro pensé que era una joda. ¿Cómo lo van a llamar “Roña”?, me preguntaba. Si hay un deporte en el que se identifica el fino talento popular a la hora de poner apodos, ése es el boxeo. “Rompehuesos “, “Cloroformo”, “Dinamita”, “Kid Cachetada”, “Escopeta”, “Mano de Piedra”. Pero al adolescente desgarbado que estaba por subir al ring, con físico de fábrica y no de gimnasio, le decían “Roña”. Era uno más de los integrantes del equipo juvenil amateur de la Argentina que competía para foguearse, en 1987, ante los experimentados cubanos de doscientas peleas. La noche venía muy anunciada. Todos los cubanos ganaban por nocaut en el primero, por abandono o por cortes de los locales. De pronto, lo que parecía un espejismo. El argentino le estaba dando una cristiana paliza a un muchacho de La Habana que representaba la excelencia de los negros. El “Roña” peleaba de una forma que hasta parecía graciosa. Pero tenía los cojones de un guerrillero. Semejante velocidad para lanzar los golpes resultaba imposible en un boxeador de 19 años y de la poco boxística Caleta Olivia.
Aquel joven tenía un rencor contra esa vida.
La cita quedó para más tarde. Y la primera pregunta se caía de madura.
-Decime, ¿nadie te asesora? “Roña” parece el sobrenombre de un boxeador que hace trampas. ¿No tenés otro? Su ex manager intervino inmediatamente: “Ya lo habíamos pensado. Él es ‘Locomotora’, ‘Locomotora’ Castro”. Desde entonces, en las páginas del matutino para el que trabajaba, la revelación del año sería “Locomotora” y punto. Sin embargo, para quienes lo acompañaban desde los comienzos, seguía siendo “El Roña”.
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Aún dieciocho años después de aquel encuentro, sigo creyendo que “Locomotora” Castro lleva escondido un niño debajo del cascarón de boxeador lunático que supo construir. Lo pienso ahora, al escuchar a María Belén, su última pareja y madre de los últimos dos hijos de un total de catorce que tiene Castro, sentada en una de las escaleras de terapia intermedia del Hospital Argerich: “Se estaba portando bien, no sabés lo bien que se estaba portando. Cuando llegaba tarde, venía y me traía el desayuno a la cama con dos biberones para que les diéramos de tomar la leche a los chicos”.
En este lugar tienen preparada una sala para recibir a Kirchner si al presidente, algún día, se le enloquece la historia clínica. El santacruceño terminaría en el Argerich, un hospital público al que muchos llaman “la Suizo-Argentina” de la salud popular. Una exageración, sin dudas. Decenas de mujeres bonaerenses, a las cinco de la mañana, esperan con penosa somnolencia que el frío se apiade de ellas y de sus hijos en brazos, mientras hacen la cola para sacar número: si tienen suerte, tendrán turno, horas más tarde, con el ginecólogo o el pediatra.
En el bar del hospital, en la planta baja, uno puede alzar la vista y encontrarse con una fotografía del Che Guevara. Es una de las tantas maromas del destino argentino. Un edificio inaugurado por el anticomunista y golpista O’Farrel tiene espacio para que el comandante, médico él, derrame su mirada inmortal sobre las mesas donde todos hablan de metástasis, vacunas, fechas de parto y milagros.
En una pelea, en la FAB, le preguntó a Humberto Speranza, el fotógrafo de El Gráfico, “¿en qué rincón te vas a poner?, decime en cuál que ahí te lo tiro, vas a sacar una foto de puta madre”
El segundo santacruceño más famoso, peronista de Menem y también de Mr. K, está en el segundo piso, sin su brillante sonrisa ni sus chistes guarangos a flor de boca. Sobre nariz y labios la máscara y los tubos de un respirador artificial y una cantidad de aparatos con los que se miden sístoles y diástoles. Los pulmones juegan, minuto a minuto, a que sobreviven. Quizás porque las anécdotas son tantas, es muy fácil ponerse a hablar de las locuras de Castro. La noche previno su pelea en el Luna Park contra el “Puma” Arroyo, llamó a la habitación del hotel en que se alojaba la mujer del rival y le dijo: “Señora, es una lástima, pero desde el sábado usted va a ser la viuda de Arroyo”.
Aquella pelea en la FAB cuando le preguntó a Humberto Speranza, el fotógrafo de El Gráfico, “¿en qué rincón te vas a poner?, decime en cuál que ahí te lo tiro, vas a sacar una foto de puta madre”. Y enseguida la pelea increíble en que fue acomodando al contrario hasta que lo llevó al lugar exacto donde el fotógrafo no podía creer lo que veía. A treinta centímetros de su cámara, un boxeador noqueado con la cara al techo.
“Éste es el más milagroso de todos, se le puede pedir cualquier cosa que te la cumple”, me dice Mirtha, la joven mamá de “Locomotora”, mientras las anécdotas pasan de boca en boca y me entrega una estampita. La imagen de un tal San Expedito puesta en manos de este converso no hace más que confirmarle las razones por las que, hace rato, perdió la fe. Pero no es el momento ni el lugar para debatir sobre divinidades con esta mujer fresca que no aparenta 51 y a quien muchos la confunden con una hermana de Castro. Vale aclarar que tuvo a Jorge a los 17 años en la maternidad de Caleta, donde ya había parido a Hugo, a los 16.
“¿Ves esta avenida? Aquí vendía diarios desde las cuatro de la mañana. Me recagaba de frío, pero ésa era la hora en que teníamos que ir a buscar los paquetes a los talleres”, me dijo al lado de la ventana de un restaurante, en la primera entrevista que le hice en Caleta, una madrugada de grados bajo cero, cuando el título del mundo parecía lejano.
Años más tarde, volveríamos a cenar; en Monterrey, México. Terminaba una de las peleas más dramáticas de la historia y me había tocado la ¿suerte? de relatarla para Canal 9. “Locomotora” le había ganado por nocaut a John David Jackson con la Mano de Dios (perdón por mi ateísmo), luego de comerse una paliza a lo Stallone, simular que estaba grogui y, cuando menos lo esperaba el yanqui, zas. La cara de Castro era un mapa montañoso y tenía vendajes hasta en las orejas. Pero era el campeón del mundo. Me apareció entonces la imagen del canillita a la cuatro de la madrugada. Vivo, vivísimo; hasta en el borde del abismo. Estaba claro, no era el momento ni el lugar para morir.
“Va a zafar. Éste es pura polenta”, me comenta ahora en los pasillos del Argerich la orgullosa mamá Mirtha. “Si cuando no teníamos plata le daba polenta y polenta todos los días, mirá si tenía polenta para ser boxeador.” Los informes de los médicos son cada vez más duros. De hecho, dos palabras, “pronóstico reservado”, equivalen a decir que hay que prepararse. Ni ella ni yo lloramos. Quizás porque el llanto está reservado para la hora de la muerte.
***
-La cámara, la cámara… ¡está en el baúl!
Los camilleros y paramédicos del servicio de emergencias creían que los gritos de ese hombre con politraumatismos, sangrante y con la cara cortada por los vidrios que intentaban sacar de entre los hierros de un Renault Laguna retorcido eran parte del delirio. Pero el accidentado estaba muy consciente y lo que reclamaba era que buscaran la filmadora que había guardado antes de salir para su casa.
“Para qué te preocupas por mí; Si me muero, te quedan cinco hijos todavía, le dijo hace un tiempo, en una cena familiar”, dijo Locomotora a su madre.
Al llegar al Argerich le diagnosticaron de todo. Fractura de omóplato, golpes en el tórax, heridas cortantes, problemas pulmonares, estado de confusión. Pudo hablar y comer durante dos días. Al tercero, un domingo, las enfermeras llamaron con urgencia a los médicos para avisar que el paciente perdía vitalidad y que respiraba cada vez peor. Ya no hablaría más, La Parca empezó su acecho.
-Jorge, Jorge. Te pido por favor que levantes el pie del acelerador. Yo quiero vivir cincuenta años más todavía… La cumbia inundaba el auto y el auto era una mancha pequeña que se alejaba por la ruta a 150 kilómetros por hora. Viajaban a Mendoza para ver unos parientes. “Locomotora” oyó la súplica de la madre, la miró por el espejo y no necesitó pensar demasiado para hacerla reír. -Ehhhh, vieja, ¿tanto pensás vivir?
Si hubiera podido elegir otro deporte, Castro habría sido piloto de Turismo Carretera. Aquella madrugada de junio en la que estrelló su flamante coche contra un árbol, la culpa no fue de la velocidad, sino del sueño. No era la primera vez que su nombre aparecía en secciones de los diarios que nada tenían que ver con el boxeo. Una piña sobre una moto y otra más grave con otro auto nos recordaban su reputación de hombre que quería vivir a mil.
“Para qué te preocupás por mí; si me muero, te quedan cinco hijos todavía”, le dijo hace un tiempo, en una cena familiar, “Locomotora” a su madre. Por entonces, cualquier consejo se iba a la tierra del olvido. No es una vida ejemplar la que ha tenido “Locomotora”. Se sabe. Aunque escuchar los coros angélicos de hombres y mujeres supuestamente respetables ya es un castigo. La demanda insaciable que llegó de la mano de las buenas bolsas que cobraba parecía una victoria más en su larga carrera. A quienes critican a los boxeadores por darse lujos exagerados, no les falta razón. “En vez de invertir se ponen a gastar en autos, mujeres fáciles, boliches y otras estupideces.” A quienes defendemos el derecho a salir de la miseria, aun en forma alocada, tampoco.
Ya lo dijo un filósofo que boxeaba: “Cuando era pobre, no podía tomar champán porque no tenía plata. Cuando tuve plata, me decían que no podía tomar champán porque era malgastar la plata en vicios. ¿Al final, cuándo quieren que pruebe el champán, cuando me muera?”.
*Publicada en el número 2 de Un Caño, en julio de 2005. Aunque el autor no lo sabía mientras escribía esta crónica, para Locomotora aquél no era el tiempo ni el lugar para morir.