Hubo en España una editorial que se planteó eliminar a uno de los tres hermanos Karamazov para que la novela de Dostoievski fuera más breve y, por tanto (ése era el razonamiento), más rentable. ¿Parece una burrada? Lo es. Cualquier tesis económica, llevada a su último extremo, degenera en burrada. Y, sin embargo, estas cosas abundan. Basta invocar la economía, es decir, el máximo aprovechamiento de los recursos disponibles, para que las ideas más absurdas tengan éxito. No estamos hablando de la política laboral de las empresas, aunque lo parezca. Hablamos del fútbol y de su envilecimiento. Es decir, sí hablamos, en realidad, de la política laboral de las empresas.
Por razones misteriosas, los jefes de personal adoran a los empleados que ocupan espacio. No mueva el culo de la silla durante 12 horas y sus superiores le considerarán un héroe, un Stajanov redivivo. Da igual que no haga nada. Si ocupa su silla y cultiva sus ojeras, tiene un gran porvenir por delante. Le esperan miles y miles de reuniones, inútiles pero remuneradas.
Esto mismo ocurre en el fútbol. Y ésa es la razón de que se extinga, poco a poco, la especie más hermosa, brillante y rara, el extremo, en vías de extinción desde hace años. Es normal, porque el extremo suele ser un tipo difícil (baje al césped y váyase al córner, le sorprenderá la extrañísima perspectiva), propenso a las lesiones, de escaso valor defensivo y, sobre todo, poco útil para ocupar terreno. Desde un punto de vista contable, el extremo siempre saldrá perdiendo ante el centrocampista trotón, ante el llamado carrilero o ante cualquiera que pueda ser clasificado como polivalente. Y hoy, con alguna excepción, parece que sean los contables y los jefes de personal quienes confeccionan las plantillas.
No hace falta haber visto jugar a casos maravillosamente desesperados como Garrincha o Best. Ni siquiera a Gento. Recuerden al mejor Figo o fíjense en lo que pueden hacer, pegados a la banda, tipos como Cristiano Ronaldo o Robben. Eso, si hablamos de lujo y terrenos amplios. El extremo alcanza el máximo nivel cuando se mueve en una relativa modestia, cuando juega en un campo pequeño y debe bailar sobre una estrecha línea de cal saltando sobre la guadaña del defensa. Recuerdo, por ejemplo, a López Ufarte en Atocha o a Chechu Rojo en San Mamés. O, puestos a forzar, a un galeote flaco llamado García Soriano en La Condomina.
Ciertos entrenadores se excusan alegando que apenas existen extremos en el mercado. Evidentemente, son difíciles de fabricar. Aquello de “se mueve lento, pero piensa rápido”, tan manido en el centrocampismo, no vale para un extremo, que tiene que pensar y moverse con igual rapidez. Los extremos son especialmente difíciles de fabricar cuando los equipos infantiles renuncian a ellos en nombre de la productividad: si se puede llevar a la categoría profesional a dos trotones y un central cada año, ¿por qué empeñarse en sacar un extremo decente cada cinco?
Cruyff siempre colocaba a un jugador en cada extremo, aunque no lo fuera. Guardiola también lo hace. Por desgracia, les vale casi cualquiera en esa posición. Y el tal cualquiera, por más genio que sea, por mucho que se llame Messi, Iniesta o Henry, acaba yéndose al centro, incapaz de soportar la dureza y la melancolía del puesto. El medio centro está lejos de todo, pero tiene alrededor a sus compañeros. El extremo está aún más lejos de todo, incluyendo a sus compañeros, y sólo tiene tratos con un defensa empeñado en sacarle del campo a tarascadas.
Articulo publicado en la edición impresa del diario El País el 15 de diciembre de 2008.