El tipo parece como si se hubiera cambiado en el vestuario de apuro. Al equipo de la zona le faltaron un par de muchachos y al ver pasar al petiso caminando por ahí le tiraron si no estaba para un picado. Y él, obvio, agarró viaje sin pensarlo. Lo de pensar lo dejaría para el momento de jugar.

Luis Miguel Rodríguez es “el tipo”, con una edad indefinida pero que serán 34 años justo el primer día del 2019. Pero no sólo su edad es indefinida, también su look, si es que hay looks acordes a ciertas profesiones, por supuesto. Ese estilo de “amigazo provinciano que te puede vender lo que sea y sabés que no te va a cagar” fue seduciendo a propios y extraños. Porque “El Pulga”, por si a esta altura no sabe de quién estamos hablando, es ídolo en Tucumán desde hace rato. Sí, se puede decir en toda Tucumán, porque lo aman los de Atlético y lo respetan los de San Martín. Y eso, en este fútbol de pasiones muchas veces absurdas, es lo máximo a lo que pueda aspirar un jugador a nivel reconocimiento. Quizás se pueda nombrar a Riquelme o a Orteguita como casos similares.

Y precisamente estas dos bestias del fútbol tienen mucho que ver con Rodríguez. Como él mismo reconoció, Román fue el jugador que más observó para aprender a jugar simple. Porque, claro, esa gambeta endiablada del Burrito, ya la traía de fábrica. Y hoy, quizás exagerando un poco pero no demasiado, El Pulga deslumbra a todos por ese mix. Gambeta desequilibrante más concepto. No son muchos los futbolistas capaces de levantar la mano y decir “yo tengo las dos cosas”.

Sin embargo, hay otra cosa fundamental que enamora del Pulga: su gestualidad. El tipo juega feliz, disfruta de lo que le está pasando, se le nota, lo transmite y lo contagia. Es buen compañero y es buen rival. Desdramatiza. Es capaz de celebrar un golazo de emboquillada sin tanta euforia porque se lo metió a Batalla, el arquero con el que compartió plantel apenas unos meses. Y también de bromear con el defensor rival que reclama por el penal que le cobraron: “No protestes que fue un penalazo. Es lógico que llegues tarde a la pelota porque ya estás viejo”, como le dijo a Canuto en el mismo partido contra Tigre.

Al hurgar un poco en el pasado del Pulga quizás se pueda entender este momento. Harto de un representante que “me trató como un títere” y le coartó la posibilidad de ir al Inter, al Real Madrid y hasta lo dejó varado en Rumania cuando apenas andaba por los 17 años, Rodríguez dijo basta de la pelota antes de ser profesional. Entonces se dedicó a la albañilería porque en una familia con ocho hermanos había que aguantar los trapos. En algunas entrevistas recordó que su padre se las rebuscaba para que no les faltara al menos un plato de comida por día a sus nueve hijos. “Pero no había ropa para todos, sólo para dos o tres y el resto tenía que esperar. Botines no tuve nunca. Si había zapatillas, mejor. Y si no jugaba descalzo”.

Como muchos futbolistas que terminaron triunfando, Luis Miguel pasó por los campitos de su pueblo antes de que uno de sus hermanos lo convenciera para volver a intentarlo: “Tenés que estar mal de la cabeza o muy desesperado para jugar ahí. Las canchas tienen alambre de púa y si vas por la raya, los defensores te tiran contra ahí. Tampoco podés gambetear porque, si lo intentás, te rompen. Se juega sin canilleras y te van directamente al hueso. Ahora, en Primera, cuando los defensores me vienen a ablandar, yo me río. Con la vida que tuve a mí no me asusta nada”. Tal vez por eso, porque conoció la oscuridad, hoy su sonrisa mientras juega ilumina a todos los que lo miramos. Aunque el prólogo no fue como esperaba, su libro se convirtió en un éxito rotundo. Y su felicidad es nuestra felicidad.