A Rod Serling, creador de la mítica serie La dimensión desconocida no se le hubiera pasado por alto la particular historia de Napoleón, el simpático perrito que, en los albores del profesionalismo, salía como mascota con el equipo de Atlanta y deleitaba a los hinchas con sus habilidades futboleras. Alcanzó tal notoriedad que su trágica muerte fue saludada con necrológicas en distintos diarios. Entonces, su dueño decidió embalsamarlo y convertirlo en talismán. (Publicado en UN CAÑO #31 – Noviembre 2010).

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I

Allá por 1936, la obligada lectura escolar de Juan Ramón Jiménez y la abundante oferta de perros callejeros en Villa Crespo predisponían a los ásperos pero sentimentales muchachos de la barriada a procurarse una mascota, con la intención de brindarle una vida mejor y amaestrarla en la ejecución de modestas gracias.

Así fue que Napoleón, un cuzquito azabache, vagamente salchicha, llegó a las manos de Francisco Belón, socio número 84 de Atlanta, fanático enfermo del club. Paradójicamente, fue un regalo de Camilo Di Bella, vecino y archirrival, nada menos que el portero de la cancha de Chacarita, que encontró al animal en las instalaciones del club y, por temor a encariñarse, prefirió ofrecerlo entre los vecinos.

“Vos sí que zafaste”, le dijo Francisco a Napoleón en la cocina de su casa, mirándolo a los ojos, en una escena digna del Adán Buenosayres, mientras vigilaba que el agua no hirviera. El perro lo contemplaba echado de panza, con una pata apoyada sobre una desvencijada pelota de cuero, invitándolo a jugar otro ratito. “¡Zafaste de Chacarita, vos! ¡Acá vas a ser de Atlanta! ¡El mejor team que hay!”. El perro movió la cola, giró sobre sus patas traseras sin soltar la pelota y encaró para el patio, enhebrando macetas como si fuera Vicente Zito.

No tardó Francisco, advirtiendo las cualidades innatas que para el fútbol mostraba Napoleón, en someter al can a un férreo entrenamiento con pelota, hasta conseguir que desarrollara una serie de vistosas rutinas que hicieron que Napoleón terminara consagrado como mascota oficial del club.

El perro entraba a la cancha con los jugadores, participaba de los pasecitos de calentamiento, ladraba a los rivales y posaba para la foto con el equipo. La tribuna lo aclamaba. Ya comenzado el match, seguía las alternativas del juego, corriendo detrás del alambrado por la línea lateral, acompañando los ataques de Atlanta. Si había un córner, lo esperaba sentadito atrás del arco. Festejaba los goles. Si su equipo perdía, volvía a casa taciturno, caminando con la cola entre las patas, pegado a la pared.

Napoleón se fue haciendo famoso. En una edición de El Gráfico, el periodista Félix Frascara dio cuenta de la performance del pichicho durante un entretiempo de un partido frente a River: “Empujándola con la cabeza, entre el cogote y la espalda, a toda velocidad entre las piernas de quienes intentaban quitársela, el perrito atajaba y gambeteaba y era saludado por una ovación del público”. De modo que Napoleón empezó a ser motivo de orgullo para los sentimientos bohemios. Los hinchas no tardaron en adjudicarle la responsabilidad de un incierto empate sobre la hora y de una racha positiva del equipo. Lo convirtieron en cábala. Empezaron, incluso, a llevarlo de visitante. Francisco y su barra de amigos se las ingeniaban para “meter el perro” en el tranvía, y Napoleón ladraba, presente en cualquier field donde jugara Atlanta.

El 22 de noviembre de 1936, los Bohemios enfrentaban a Talleres en Remedios de Escalada. Napoleón aguardaba en la boca del túnel, en brazos de su dueño, el momento de la salida de los equipos para ingresar con ellos en el campo de juego. Francisco lo notó nervioso. Estallaron unas bombas, el estruendo asustó a Napoleón, que huyó por el vestuario y desapareció debajo de las tribunas de madera. No lo pudieron encontrar. Al final del primer tiempo, Atlanta perdía 5 a 1. El aire en el vestuario visitante se cortaba con un cuchillo cuando Napoleón apareció. En el complemento, Atlanta anotó cuatro goles. Terminó 5 a 5. Napoleón, además, hacía milagros.

II

Abril de 1938. A pesar de su fama, Napoleón sigue siendo el mismo perro humilde de siempre, fiel a sus amigos de la barra de Francisco, que ese viernes por la tarde había convocado en la puerta de su casa a una reunión con los muchachos para dirimir la operatividad del traslado de la mascota a La Plata, el domingo siguiente, para enfrentar a Estudiantes. El tema era cómo colarlo en el Roca, cómo ejecutar maniobras de distracción para neutralizar al guarda. En esa discusión estaban mientras caía la tarde y Napoleón remoloneaba a los pies de su amo, cuando algo llamó la atención de la mascota. El movimiento de una sombra en la vereda de enfrente lo alertó. Salió disparado al mismo tiempo que un Buick negro clavaba inútilmente sus frenos sobre el húmedo empedrado de la calle Muñecas. Murió en el acto. Su trágica suerte, en el cenit de su gloria, lo convirtió en un mito.

III

“Falleció Napoleón, verdadero as del fútbol porteño”, tituló el diario Ahora. “Napoleón ha muerto. Un automóvil negro, negro como la muerte, lo llevó por delante”, escribía el consternado cronista del diario Argentino de La Plata en una disparatada necrológica. Mientras tanto, en Villa Crespo, Francisco y sus amigos recibían los más sentidos pésames de la barriada y las autoridades del club. Había que decidir qué se hacía con el finado. Alguien propuso cremarlo y esparcir sus cenizas en la cancha. Una vecina ofreció su florido jardín, para enterrarlo allí, donde todos pudieran rendirle homenaje. Francisco estaba desolado. Pero algo parecido a una revelación le vino a la mente: “ya está, lo embalsamamos”. Para convencer a los deudos de las virtudes de su ocurrencia, argumentó que la mascota podría seguir ¿viviendo? en las vitrinas del club, junto a los trofeos y a las medallas, que podrían llevarlo como bandera a la victoria, allí donde un equipo bohemio disputara su honor. Además –esto no lo dijo, lo pensó para sí y sonrió–, “le evitaban al can la traumática experiencia de habitar en el mundo de los Funebreros”.

Un paisano del barrio, taxidermista aficionado, fue convocado de urgencia. “Procederé de manera inmediata, con ayuda de un escalpelo, a la retirada de la piel, extrayéndola de una pieza. Para ello realizaré un corte de garganta a cola y otro en la zona menos visible de las patas del animal. Este último corte abarcará de la muñeca hasta que comunique con el corte longitudinal ventral que anteriormente he realizado”, explicó. “No es necesario que nos de una cátedra, doctor. Simplemente proceda”, lo interrumpió Francisco.

El científico hizo un buen trabajo. Al cabo de unas semanas, Napoleón, ya sin su alma, luciendo un coqueto correaje de cuero, coronado con un escudo de pañolenci de Atlanta y con su patita apoyada en la pelota, era en una vitrina la principal atracción de la sede del club. Y lo fue por muchos años, varias generaciones de purretes formaron sus conciencias bohemias en el conocimiento de la leyenda del perro Napoleón. Hasta que un día Francisco, en disidencia con las Comisión Directiva del club por cuestiones políticas, rescató a su mascota de la vitrina y se la llevó a su casa. De todos modos, Napoleón estuvo presente en los festejos del centenario del club, en 2004, cuando fue llevado en andas, en pagana procesión, a dar una vuelta olímpica en el field de sus antiguas correrías. Hoy, Napoleón discurre la eternidad de su extraña existencia al cuidado de Osvaldo Belón, hijo de Francisco, que nació un par de años después de la muerte del perro al que todas las mañanas le acaricia la cabeza.

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