Muchas veces escuchamos decir que no hay que mezclar el deporte y la política. Ya nos causa gracia. A esta altura del partido no hay la más mínima intención de sostener semejante barbaridad porque sabemos que el deporte, el fútbol más específicamente en nuestro país, siempre fue utilizado por la política y viceversa. Es un maridaje perfecto que promueven y disfrutan los políticos y los dirigentes.
Con sólo entregar una mirada mínimamente lúcida de lo que pasa hoy en la Argentina, queda comprobado: la intervención del Gobierno en la AFA apañada por la FIFA y la Conmebol (Armando Pérez es un delegado de la Casa Rosada en las oficinas de Viamonte y llegó sólo y exclusivamente para detener el tránsito de Hugo Moyano hacia la presidencia del la AFA) o el final de Fútbol Para Todos tal como lo conocemos para convertirse en algo, ni mejor ni peor, pero seguramente diferente, avalan estas afirmaciones.
Pero no nos queremos detener en este asunto. Hoy el tema que nos ocupa es otro. Estamos en las vísperas del Mundial de Inglaterra de 1966. El equipo argentino comandado por Juan Carlos Lorenzo partía desde Buenos Aires para prepararse antes del Mundial y era despedido por el presidente Arturo Illia a mediados de junio.
El 28 de junio, unos días después de las derrotas del equipo ante Italia (0-3) y Austria (0-1), llegan desde Italia informaciones que indican que la plantel es un desastre, que lo jugadores están peleados, que el dirigente a cargo de la delegación (Víctor López) está desesperado y que los futbolistas están más para tomarse un vuelo de regreso a Buenos Aires que para ir hacia Londres a disputar el Mundial.
Ese mismo día, el 28 de junio, es derrocado Illia y asume la presidencia el dictador Juan Carlos Onganía que, poco tiempo después, convocará al titular de Banfield, Valentín Suárez, y lo nombrará interventor de la AFA en reemplazo de Francisco Perette, el hermano de Carlos Humberto, el vicepresidente de la República también depuesto. Mientras tanto, Onganía le da otra orden: “vaya y solucióneme el asunto de la Selección argentina”. Y hacia Italia parte raudo Suárez para hacerse cargo del encargo del nuevo presidente.
Todo este cuento puede parecer la conclusión lógica del desmanejo de los dirigentes del fútbol. Sin ir más lejos, si hoy la AFA está intervenida por el Gobierno no es por casualidad. Sin embargo, en aquellos tiempos las vinculaciones entre el poder y el fútbol eran mucho más directas y había menos trabas para los Gobiernos para meter las narices en la AFA. Por lo pronto, no existía eso que tanto se agita hoy: en aquellos años una asociación no era desafiliada si el poder político tomaba su conducción, tal como pasa hoy. Recordemos que esa cláusula FIFA fue otra de las invenciones, allá por 1986, de ese genio del mal llamado Julio Humberto Grondona, que por aquel tiempo daba sus primeros pasos como vicepresidente de la entidad.
La cuestión era que desde El Gráfico, con Osvaldo Ardizzone como enviado especial, se agitaba el descontrol de la delegación y todos los disparates que, supuestamente, ocurrían. Y El Gráfico, en esa época, no era justamente lo que es hoy: lo que decía El Gráfico era palabra santa, te alabamos señor. Y su peso en el poder político y en la sociedad era decisivo a la hora de tomar determinaciones de cualquier tipo.
Decía Ardizzone que el dirigente Víctor López, a cargo de la delegación, no daba pie con bola. Que los jugadores desconfiaban del entrenador y que no le entendían. Que Lorenzo estaba “envuelto en un clima de sátira”. Y que, lisa y llanamente, debía irse: “No debe seguir”, “debe retirarse”, “debe ofrecer su renuncia” porque su “afán exhibicionista” ya había colmado la paciencia. Y por supuesto, defenestraba todos los pasos dados por el dirigente Víctor López y alababa todo lo que hacía el nuevo enviado del poder político recién asumido: Valentín Suárez.
Ardizzone no se privaba de nada. Contaba que Lorenzo, desde que había pisado Italia, había sido picado por un extraño virus que lo hacía hablarles a los jugadores en italiano. “Ya no dijo más pelota. Dijo pallone. No dijo marcador de punta. Dijo terzino. A Perfumo lo llamo stopper. Y ocurre que los jugadores no entienden absolutamente nada”. Y no se cuidaba cuando sugería que lo que Lorenzo estaba haciendo, en realidad, era venderse para ser contratado por el fútbol italiano luego del Mundial.
Se reía Osvaldo cuando contaba que Lorenzo hablaba de la táctica del huevo (dibujaba a los volantes y sus posiciones y al unir los puestos con una línea quedaba formada una figura oval) o cuando le decía a los futbolistas que le pegaran a la pelota por afuera de la barrera con media rosca. Ardizzone lo mandaba a Lorenzo a cocinar.
Todos estas historias, siempre eran matizadas por las maravillas que hacía Valentín Suárez para sostener lo que ya parecía imposible de bancar. De hecho, el título de la última nota pre Mundial fue: “Sólo queda un milagro”.
Después vino lo que todos sabemos. Argentina no hizo tan mal papel en el Mundial y el objetivo del poder político se cumplió. Después de empatar con Alemania y pasar a cuartos de final El Gráfico puso en la tapa al goleador, Luis Artime, abrazado con…¡Valentín Suárez! Los jugadores regresaron al país como víctimas, fueron recibidos por Onganía con el director de El Gráfico, Constancio Vigil, en primera fila como testigo. La gente los aclamó en las calles gritando “Hip, hip… Raaa…” (no es joda, lo sacamos textual de un epígrafe de El Gráfico) y Valentín Suárez se quedó en la AFA hasta 1968, creó el torneo Nacional y cambió la estructura de la AFA durante al menos dos décadas.
La historia, como vemos, siempre vuelve a repetirse. Con otros intérpretes pero con las mismas conclusiones.