El primer recuerdo de mi niñez que guardo sobre el concepto “Pueblo” es ir con mi padre, mi madre y mis hermanos al Obelisco a festejar el Mundial 86. 

Antes de eso, habíamos vibrado –yo sin entender demasiado– toda esa seguidilla de partidos donde el Diego se presentaba como un superhéroe de chocolatada, recorriendo más rápido que el Correcaminos esos campos verde sepia que salían despedidos fulgurantes de nuestro Hitachi. Esos campos verde sepia que se convertían, cada vez que él aparecía, en el escenario de un verdadero show de lo sobrenatural. 

Tengo en mi memoria intacto el debut con las multitudes. Conocer por primera vez esa euforia contagiosa con la que se sale a la calle para que te pegue el viento en la cara, a buscar a otro desconocido al que le esté pasando lo mismo que a vos, para amalgamarte en un solo sentimiento. Todos los adultos con los ojos vidriosos, todos dispuestos al abrazo con el que está cerca. No importa de dónde venís, ni a dónde vas. Encontrarte en el otro, identificarte, sentir que somos iguales, pero sobre todo que nos merecemos lo mismo: la alegría, en este caso. 

Cuando aparece esa clase de unión colectiva suele ser por una felicidad muy grande o, en su defecto, por una tristeza inmensa. El Diego ofreció ambas. La fiesta de haber vivido su época, de haberlo visto bailar con la pelota pegada a ese cuerpo macizo y retacón, pero también esta gran caravana de despedida para saludar a alguien capaz de hacer soñar, incluso a los que de movida no pueden soñar con nada. Eso, para mí, es lo más parecido a ser “Pueblo”. 

Qué lindo “ser pueblo”. Qué lindo venir del barro y reivindicar el barro. Qué lindo no ser neutral. Por Dios, que lindo es no ser neutral. 

Gracias por la magia dentro de los estadios de fútbol. Fuera de los estadios, su magia fue no ser neutral. Defender su camiseta, pero también defender su clase, su origen, su continente. 

Si te fijás bien, a veces la realidad se presenta transparente como en esos mares cristalinos en los que te sumergís y podés verte los pies. Aquellos que odian al Diego, en general, comparten un mismo criterio: el odio al que menos tiene. Parece un chiste, pero a veces cuando pasa algo tan abrupto y radical, una claridad se revela. Cómo a Keanu Reeves cuando se le aparecen los números verdes en Matrix, y le caen todas las fichas juntas. 

La muerte del Diego te muestra en carne viva a los que no se bancan la foto con Fidel, con Chávez, con Evo, con Lula, con Estela. Son los que secretamente sostienen que un negro cabeza no tiene derecho a expresarse en temas centrales como la discusión por el aborto legal, pero que tampoco deberían tener derecho a comprarse un celular, ni acceso a unas zapatillas bien chetas. Los vamos a ver mucho estos días por venir. Son los que sacan el dedito de la falsa moral y tiran la primera piedra. 

Pero la paradoja sigue viva, sin embargo, porque el Diego también los encarna. ¿Será por eso que le dicen Dios? Porque vive en todos y cada uno, de algún modo y cada uno puede quedarse con la parte que más le guste. 

La supremacía física por sobre los demás, transferida por la psiquis de la derecha a los espacios más inusitados. O su posición ideológica alineada con los procesos políticos de izquierda en América Latina, por nombrar dos posiciones posibles para un fanático del Diego. A quién le quepa el sayo que se lo ponga, dice el dicho. Y él que diga que su pasión por el Diego se suscribe sólo a su destreza con la balompié, lo invito a hurgar profundo en su subconsciente. Porque esa es un poco la magia del Diego: que todos nos enunciamos a través de alguna de sus facetas. Todos juntos adentro de esa gran bolsa llamada “el ser argentino”. Una mezcla rara y contradictoria, picante. Del ser cabeza, de la picardía, el bardo, la oscuridad, la mugre, de ser un cuentero, pero también de ser tan tan tan de verdad. Así es cómo pasa siempre con los sobrevivientes.