Debe ser algo que me pusieron en la bebida los croatas porque no recuerdo nada hasta ayer, cuando me desperté solo, sin rastros de juerga en derredor, en el cuarto moscovita de la turística calle Arbat, perfectamente desvestido y arropado en la cama.

Las gruesas cortinas perfectamente corridas explican que el verano ruso me hubiera permitido dormir. Salvo esta explicación no encuentro ninguna otra a lo que sucedió luego de que ¿me desvaneciera?, en Nizhny Novgorod.

¿En qué extraño limbo estaré? Probablemente, en alguna remota habitación sin ventanas de la dimensión desconocida, en la que pronto sonará algún insoportable timbre que me convoque a la presencia misma de Belcebú. Ante quien me desvaneceré… y volveré a despertar en algún extraño cuarto, con algún extraño espejo que me devolverá esta cara, ¡la cara del tipo éste!

Volver a la vida tras desvanecerme durante 10.220 días, recuperar la conciencia durante poco más de una semana, para volver a perderla por otros cinco, hace que la realidad se nos escurra entre los dedos como un licuado de esperanzas utópicas.

Decidí, pues, que me arrojaría por la ventana si al levantarme y mirarme al espejo, me saludaba otro que no fuera Sampaoli II. Con la barba de días crecida, el semblante demacrado y una expresión de angustia extrema ahí estaba el rostro del que presumía ex DT argentino. Lo que, por cierto, terminó siendo una realidad: no hay fantasía que resista a la contundencia del exitismo, ni aun sumidos en la más terrible de las pesadillas, las que son tan reales como la irrealidad enfermiza del capitalismo.

Salí al aire cálido del día eterno del norte del hemisferio norte, y un uruguayo, que luego reconstruiría como regresado de Sochi, me proveyó lo que no podían los periódicos soviéticos: información. “Che, Sampaoli, estás listo, vó”, me gritó socarrón mientras esgrimía el termo como un tótem.

 

Más claro, echale agua turbia del Río de la Plata. Ahora sí, podía encender la TV y decodificar los graznidos en ruso que acompañaban las imágenes: Argentina, no entiendo cómo, llegó a los octavos de final, en los que perdió frente a Francia. Ahora, también, caía en la cuenta de lo que me esperaba: regresar en unas pocas semanas a la patria que había dejado hacía casi tres décadas, cuando un presidente peronista canjeó las empresas de servicios públicos por papelitos de deuda externa, portando el rostro del enemigo público N° 1 del pueblo argentino.

Una preocupación más urgente, sin embargo, golpeaba a mi puerta: dos nuevos agentes de inteligencia. Puros y duros. Quizá no tendría la suerte de ser lapidado en el aeropuerto de Ezeiza, después de todo.