El viaje mundialista me encuentra muy lejos de donde jugó Argentina. Si la distancia se midiera en emociones y no en kilómetros, mucho más lejos del conurbano bonaerense donde crecí. Porque cuando estás en una Copa del Mundo pero no en el estadio donde juega tu Selección, en realidad estás en una sintonía muy diferente de la de tus amigos y familia. Ni siquiera te das demasiado cuenta de cuánto falta para que empiece y la ansiedad aprieta poco y nada. El contexto se mueve ajeno al nerviosismo de un país.
Hay solo dos lugares para vivir un Mundial como corresponde el estadio y tu casa. Aunque parezca una paradoja, vivirlo en la nación sede no es una experiencia interesante. Ver el partido más esperado de los últimos cuatro años en un teléfono rodeado de hinchas de otro equipo, con otras realidades y otras expectativas, es lo mismo que hacerlo en una estación espacial soviética.
Gol de Agüero, festejo tímido; gol de Islandia, preocupación módica; penal fallado por Messi, mueca de angustia. Nada exagerado, nada mundialista. Cuando termina el partido y pasa lo que todos esperábamos (Argentina juega mal), ni siquiera llegará la charla entre amigos que podría servir para recuperar optimismo. Nada. Solo la sospecha de que en el fútbol no existen los milagros.