Como Mussolini en 1934, la dictadura militar argentina hizo del Mundial de 1978 una causa nacional, en busca de aire y una imagen presentable para su gestión de muerte y rapiña. De modo que el éxito en la competencia deportiva implicaba -aunque los jugadores no se lo propusieran- un espaldarazo para los responsables del golpe.

Así, mientras el público gritaba los goles decisivos de Kempes en la final ante Holanda, un sistema de campos de concentración aniquilaba a una generación de militantes populares.

amarilloTal dualidad es la que ensombrece el logro acaso lícito del equipo que dirigía César Menotti, curiosamente un simpatizante de la izquierda que logró su esplendor profesional con el equipo bendecido por los dictadores Videla, Massera y Agosti.

¿Fueron los futbolistas y sus entusiastas seguidores cómplices involuntarios del fortalecimiento de un régimen genocida? Es la pregunta que convierte aquella fiesta que llenó las calles en un peso para la conciencia. En un premio que, aunque merezca la consideración deportiva y el elogio sincero, la memoria lo devuelve como ficción y propaganda.

Se presenta arduo deslindar los intereses de la dictadura y el fútbol puro. La ignorancia de muchos de los actores, y principalmente del público, acerca de los horrores clandestinos de los militares tal vez explica el fervor irrestricto, el éxito político del Mundial.

Pero también es conocido el relato de Hebe de Bonafini, presidenta de Madres de Plaza de Mayo: al mismo tiempo que lloraba en la cocina por el hijo desaparecido, su marido (quien estaba más que informado sobre las prácticas represivas del gobierno) celebraba goles y taquitos frente al televisor. De todos modos, no era necesario acceder a los secretos de las catacumbas para comprobar la destrucción económica y la supresión de las libertades que impulsaban los uniformados.

mundial78_7diasEs probable que, aun a sabiendas del provecho que significaba un triunfo en el Mundial para los dictadores, el voluntarismo popular pretendiera resguardar el fútbol (como si fuera un tótem, un objeto sagrado inmune a las contaminaciones sociales y a los alcances de la muerte), aislarlo de los usos del poder. No asignarle (ni permitir que se le asignara) otro sentido que el de la provisión de alegría y orgullo. Gobernara quien gobernara, cayera quien cayera, los ritos del hincha permanecerían intactos, regidos por la pelota y su mundo simbólico autárquico.

En fin, la revisión histórica y el debate retrospectivo seguirán abiertos. Por suerte. En cualquier caso, lo que no se puede negar es que el Mundial argentino fue tanto de Kempes y de Fillol, por nombrar dos puntales de aquel once, como del triunvirato de sátrapas que usurpaba el poder.

El día mismo del golpe, el 24 de marzo de 1976, los militares se ocuparon de que se mantuviera en la agenda televisiva el partido que debía disputar la Selección ante Polonia. Fue de lo poco que dejaron en pie.

Luego, con el acompañamiento de la FIFA (su presidente, Joao Havelange, hizo muy buenas migas con el vicealmirante Carlos Lacoste y hasta lo nombró vicepresidente de la entidad con sede en Suiza), los militares se abocaron a la realización y refacción de estadios en apenas dos años para cumplir con el compromiso asumido.

Para eso, destinaron un presupuesto nunca verificado, manejado en forma discrecional y sin rendición de cuentas. En esta operatoria se destacó justamente Lacoste, patrón del EAM 78 luego del asesinato del general Omar Actis, muy probablemente a manos de la Marina, pues así dirimía Massera las disputas internas con las otras fuerzas y con quienes obstruían sus decisiones y deseos.

El resto lo hizo el equipo de Menotti, que tuvo su etapa más lucida en el segundo tramo de la competencia. Aunque quizá haya recibido alguna ayuda indebida. Así lo sugiere el sospechoso 6-0 ante Perú que le abrió las puertas de la final.

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