Hay una escena que define con bastante nitidez la búsqueda de Borg vs. McEnroe, esta película sueca con director danés estrenada en 2017. Bjorn Borg, número uno del tenis mundial, está en Montecarlo. Se entrena metódicamente. Termina, se quiere ir. Y por un inconveniente con su auto, debe salir del club a pie, como cualquier hijo de vecino. La gente empieza a reconocerlo. A saludarlo. A arrinconarlo. Se siente apabullado. Se mete en un bar. Pide un café. El mozo no sabe quién es. Le da charla. Le pregunta: “¿De qué trabaja?”. “Soy electricista”, dice Borg. El mozo lo mira, atlético, vestido con ropa deportiva, joyas y cierto aire de sofisticación. Un poco se le ríe. No le cree. Igual le sigue la corriente: “¿Y qué tal ese trabajo, de electricista?”. Borg remata con una frase que parece esconder un deseo. “Es un buen trabajo. Un trabajo… normal”.
Algo en ese pequeño diálogo es extraordinariamente sincero y muy gráfico. Borg, en esta ficción, quiere ser normal. Y el resto de la gente quiere ser Borg. “Todo el mundo quiere ser Bjorn, todo el mundo quiere algo de él. Te convierte en el hombre más solitario del planeta”, le grita Vitas Gerulaitis a John McEnroe –el otro protagonista del film- en el Studio 54, el famoso club nocturno de Nueva York. En boca de Gerulaitis hay otro pilar de la historia: la soledad de la estrella. Tanto de uno como de otro lado.
Porque si hay algo que resulta claro es que, por más que se los presente como opuestos en estilo de tenis y en personalidad, algo en el fondo hermana a Borg y a McEnroe. Al menos a este Borg retratado con maestría por Sverrir Gudnason, de impactante parecido físico con el real y con una sutileza actoral que nos deja ver la tormenta que subyace a la calma superficial del personaje que encarna. Y este McEnroe de Shia LaBeouf, quizá un poco más viejo de lo que debería, exageradamente serio en sus arrebatos de ira y sin la chispa humorística del joven Big Mac, pero con algunos puntos de acierto en su interpretación del adolescente pedante y autocomplacido que llegaba a Wimbledon en 1980, centro de acción de la película.
Las actuaciones ayudan a entender dónde está la similitud. Son hombres solos, empujados por su terrible exigencia y por una historia común. Alterados por su sed de victoria. Y con un sentimiento de difícil empatía: se sienten únicos, a su manera. Nadie puede saber lo que les pasa porque nadie lo vive, a nadie le pasa. Nadie es número uno (o dos) y nadie sabe lo que es dejar el alma para que la victoria se torne cotidiana, y se hable sólo de las derrotas. Para ellos, nadie los entiende. Así que no entienden a nadie y se refugian en dos tipos de soledad: la introvertida y la extrovertida. Imposible llegar a uno por más que se pase las noches en los bares. Imposible llegar al otro porque no está. Nadie los quiere, porque ellos tampoco intentan ser queridos. Están en otra cosa.
Y si McEnroe es un volcán que deja salir con sus insultos y sus berrinches toda la furia acumulada, Borg es un obsesivo que va formando una capa aislante, ritos y excentricidades para ir enterrando sus impulsos iniciales. Famosamente, era un cabrón cuando era pibe. La película lo refleja con algunos flashbacks de infancia pobre (en los que el niño Borg es interpretado por Leo Borg, hijo de Bjorn en la vida real), y de adolescencia turbulenta. También nos deja espiar la férrea disciplina de los McEnroe al criar al niño John, empujándolo para hacer demostraciones de su rapidez matemática en las fiestas de familia. Ganar, como concepto, termina siendo la respuesta a todo.
La película, en definitiva, es nórdica y hace más foco en Borg que en McEnroe. Se nota en cuán acabado es el retrato de cada uno, pese a las muy buenas actuaciones de ambos protagonistas. El director (el danés Janus Metz, premiado por su documental “Armadillo”), logra transmitir con éxito la estética de época, con esas paletas tan particulares de fines de los ’70 y principios de los ‘80. También narra con éxito ciertos trucos psicológicos y cierta paranoia que se daba entre los rivales de época (se ve muy bien en la previa del partido entre McEnroe y Fleming). Y centra la escena cúlmine en la final de Wimbledon 1980, donde Borg busca el quinto título consecutivo y McEnroe destronar al invencible rey.
Conozcan o no el desenlace de esta historia, vale la pena regalarle 108 minutos a esa fábula del tenis. Quizá podría haber sido un documental. Pero es un poco más que una ficción deportiva.