Las referencias críticas a Metegol, la última película de Juan José Campanella, destacan la factura técnica como su mérito principal. Hay en esta valoración un ánimo competitivo, además de un orgullo solapado. Aquí podemos hacerlo, diría Pepito Cibrián. No tenemos nada que envidiarles a los tanques del hemisferio norte, a las industrias dominantes.
La animación, es cierto, demuestra una pericia superlativa, en especial en los partidos de metegol, que tienen plasticidad, vértigo y un punto de vista que sorprende. Pero por momentos, el deslumbramiento nos hace olvidar que esa tecnología y esa destreza alcanzada por Campanella y su equipo no están al servicio de la industria aeronáutica, sino de una narración cinematográfica. Y en tal sentido, Campanella se abstiene de la renovación: insiste con su ética sentimental, un romanticismo dudoso que ninguna computadora puede transformar en un argumento consistente.
Quiero decir, ese exitazo que es Metegol (al cierre de esta nota había convocado casi a un millón y medio de espectadores) utiliza un complejo arsenal de recursos y un cuantioso presupuesto para contar una fábula elemental. Aquí, como en algún otro film de este director, el bueno es tonto. Y el malo, envilecido por el dinero y las luces del centro, amenaza con devastar el barrio de la infancia, patrimonio afectivo de un vecindario noble y sedentario, y sede histórica de los tópicos más frecuentados por el tango llorón.
Amadeo es el campeón invencible de metegol en un pequeño pueblo sin nombre. Lo era de niño y lo sigue siendo a los 25 años. Es de lo único que se ocupa, por más que su festejante Laura lo alienta a pensar en el futuro. Pero, como Amadeo es el héroe (y la película es de Campanella), no debemos pensar en parálisis o inmadurez patológica, sino en una forma curiosa de coherencia, de fidelidad a los orígenes.
En la otra vereda, Grosso es un astro del fútbol real, corrompido por el éxito y el dinero. Ciego de soberbia, egoísmo y espíritu mercantilista. Como en la lejana infancia perdió un partido de metegol con Amadeo, vuelve al pueblo dispuesto a vengar aquella afrenta que, pasados tantos años, bien podría recordar con una sonrisa.
Resulta extraño que un personaje que sólo reconoce la moral del dinero conserve en tan alta estima el orgullo y el honor. En otras palabras, un personaje como Grosso no regresaría a saldar una cuenta pendiente. Por el contrario, habría convertido aquella remota anécdota en otro souvenir de su emporio. Amadeo, el único que le ganó a algún juego a Grosso, podría haber sido un personaje de alta rentabilidad para una mentalidad fenicia como la de este verdadero gerente de la industria del entretenimiento.
Pero no: Grosso regresa para quedarse con todo. Quiere comprar el pueblo. Y Amadeo, claro, quiere defenderlo de las impiedades del capitalismo. Algo como lo que ocurría en Luna de Avellaneda, film de Campanella en el que el personaje bueno, Román, a cargo de Ricardo Darín, encabeza la resistencia barrial ante la embestida del malo (Daniel Fanego), que pretende entregarles el querido club a los empresarios del juego.
Cuando las fuerzas éticas antagónicas están mano a mano en la asamblea de socios, el espectador no puede menos que inclinarse por los argumentos del malo, cuya racionalidad y sensatez (que no su perfidia) ensombrecen los balbuceos de Román, empecinado en enarbolar la nostalgia y la ruina como blasones de la dignidad. Román no es un soñador. Es un nabo. Elige la inmolación (el golpe bajo) y no la lucha (como hacen los soñadores). Elige la regresión y, en el mejor de los casos, el estancamiento, en lugar del futuro y la transformación.
En Metegol, el duelo moral se da en una cancha de fútbol. Un equipo de estrellas convocado por Grosso enfrenta a un rejuntado del pueblo. A falta de varones predispuestos, la alineación la completa una vecina madura de tetas descomunales. El partido, previsiblemente, es un paseo para los cracks, que se encaminan hacia la goleada. Hasta que intervienen los duendes, los jugadores de metegol y, mediante algunas trampas, emparejan el asunto.
Pero, enterado Amadeo del ilícito, echa de la cancha a sus minúsculos auxiliares. Aquí volvemos a la inmolación. Además, en perjuicio de la historia. Porque un poco de picaresca le venía mejor al guión que la rigidez de Amadeo, que habría condenado partido a un desarrollo aburridísimo. ¡Pero al guión lo rescata el voluntarismo! La ética de Amadeo permite, vaya uno a saber por qué prodigio, que los barrigones del barrio le jueguen de igual a igual a los súper profesionales.
Como un resto de cordura les quedaba a los realizadores, decidieron que los matungos del pueblo finalmente perdieran. Sin embargo, público (la contracara del triunfalismo descarnado que domina las tribunas ovaciona al equipo perdidoso. Los sueños derrotan al vil metal, el pueblo se salva. Y se demuestra, como aseguran los periodistas especializados, que el fútbol está cada vez más parejo. Un Campanella cabal, en 3D.