Ahora que todo el mundo recuerda a Muhammad Ali –hay que morirse para llamar la atención, siempre ha sido así–, es una buena oportunidad para ver o rever Thrilla in Manila, un documental hecho por John Dower para la televisión en 2008.
Si When we were kings (otra joya sobre su pelea con George Foreman en Kinshasa) muestra el apogeo de Ali estrella, manipulador de periodistas y público, brillante e infatigable bufón, este film podría leerse como el reverso oscuro del showman. Se trata de los daños colaterales de su puesta en escena, con un damnificado excluyente, Joe Frazer.
Esforzado pugilista, renuente al humor y al circo que acompaña al boxeo como entretenimiento de masas, Frazer nunca entendió los trucos del gran bocón (no quiso entenderlos) y tomó las diatribas promocionales como insultos. En rigor, ser llamado “Tío Tom” (negro sumiso con el blanco) “gorila” o “ignorante” son nítidos insultos. Pero Frazer, a diferencia de otros, no estaba dispuesto a aceptarlo como una regla del negocio.
Ali y Frazer se enfrentaron en tres ocasiones. Thrilla… se ocupa de la que para muchos es la pelea más dramática (por lo tanto la mejor) de la historia del box. El combate de Filipinas, en 1975, era el desempate, pues en el duelo histórico sumaban un triunfo cada uno.
La película no se centra en Ali sino en su oponente más tenaz. El que deseaba destruirlo literalmente. A su fortaleza física y su célebre gancho de izquierda, Frazer le sumaba el combustible del odio.
Los boxeadores, al margen de la contienda más o menos sangrienta que ocurre sobre la lona, suelen desarrollar una camaradería extraña. Tal vez porque esa ceremonia, que los muestra desnudos ante la multitud, de algún modo los convierte en pares, los hermana. Los hace íntimos.
La película no se centra en Ali sino en su oponente más tenaz. El que deseaba destruirlo literalmente. A su fortaleza física y su célebre gancho de izquierda, Frazer le sumaba el combustible del odio.
Frazer es la excepción más resonante a esa conducta. Quizá porque alguna vez, como corresponde entre brothers (de piel, de cuna pobre), ayudó a su enemigo. Intercedió para que le devolvieran la licencia de boxeador, arrebatada por su rebeldía cívica ante la guerra de Vietnam, primero. Luego le dio plata contante y sonante. Ali le pagó con el escarnio. Con una burla que Frazer, flojo de autoestima desde el origen, recibió como una humillación imperdonable. Más dolorosa que cualquier puñetazo.
En el film hablan familiares, allegados, periodistas y biógrafos, como es norma en los documentales. Sólo que aquí la trama de relatos, como en una ficción que dosificara el suspenso, va preparando el terreno y orientando la atención del público hacia la gran función de Manila.
El combate, en sí mismo, tiene alternativas de epopeya. No necesita voz en off que le otorgue subrayados ni orden narrativo. Son dos tipos que se fajan durante toda la pelea, con una temperatura ambiente solo comparable a la del infierno. Ali toma la vanguardia en los primeros asaltos; y Frazer, descomunal, titánico, revierte ese dominio para sorpresa de muchos. El desenlace lo encuentra a Ali, el campeón, exhausto tras un lento trabajo de demolición por parte del retador, rogando a su rincón que le quitaran los guates para acabar con el martirio. Frazer, a su vez, estaba completamente ciego. Aunque no es una novedad, dejamos sin develar el final. Vale la pena seguirlo paso a paso, testimonio a testimonio, en el film.
La frutilla del postre agridulce es la entrevista al propio Frazer, quien revive y comenta cada detalle de la pelea frente al detestado verdugo. La mirada, la voz, los gestos ante el monitor que reproduce la batalla dejan ver una furia que solo la muerte, en 2011, pudo extinguir.