El tipo que se retuerce en la pantalla fue un gran jugador de fútbol. Es difícil de creer pero tiene menos de 50 años cuando lo entrevistan para este documental. Las cicatrices de su turbulenta vida están a la vista. Si escuchamos con atención podemos oír los gritos de un niño aterrado dentro de un cuerpo de adulto. Gascoigne pasó de la niñez a la vejez, la otra infancia, la definitiva, sin escalas. Como en una de sus gloriosas gambetas, con elegancia y a las piñas.
El bonito documental Gascoigne (2015), de Jane Preston, repasa la carrera de Gazza con un tono nostálgico, del futbolista y de su época, subrayado por la voz de Paul cada vez que se le quiebra. Sin demasiada profundidad, por la riqueza del personaje y la decisión de contar su historia paso a paso de principio a fin, el film emociona, entretiene y, a la vez, nos deja con ganas de conocerlo más. Todo un logro.
La idea original de la película fue del propio Gascoigne. La documentalista ya había hecho una pieza para TV sobre el futbolista en 2013, pero aquella vez se enfocó en las adicciones de Gazza y su disfuncional familia, una arista necesaria que en el documental apenas se sobrevuela -no hay testimonios de sus padres ni de su hermana-. Frustrado por la experiencia, cuenta uno de los productores, Paul le dijo a Jane: “Me gustaría hacer algo sobre mi carrera como jugador”.
La directora cumplió los deseos de Gazza y realizó una obra de calidad, lindas imágenes, buen material de archivo, y pocas pero jerarquizadas entrevistas: Gary Lineker, compañero de Gascoigne en Inglaterra y en Tottenham, Wayne Rooney, un juvenil en Everton al que Paul le dio plata para salir una noche, y José Mourinho, el icónico DT que abre la película cediendo su mote de “The Special One” al homenajeado.
Encima de todo eso, el corazón del film es el testimonio del propio Gascoigne, que repasa los altibajos de su carrera profesional, y de su vida, sin omitir los momentos más dramáticos. “Fue como una sesión de terapia, fue una entrevista muy intensa”, recuerda un productor. “Era como ir a rehabilitación, de alguna manera, por las cosas de las que hablamos”.
Los primeros planos de la cámara capturan la montaña rusa de emociones que pasa por el cuerpo de Gascoigne mientras recuerda su vida. La fragilidad de su mirada, el constante nudo en la garganta, son las secuelas más visibles de tantos dolores acumulados. En cada anécdota, su vulnerabilidad lo muestra como un chico que siempre tiene miedo de que un adulto lo castigue por alguna de sus diabluras.
Un Gascoigne de diez años eternos detenido en el primer gran trauma de su vida, cuando el hermano de un amigo, al que debía cuidar, murió en sus brazos luego de ser atropellado por un auto. La muerte como presencia firme desde muy temprano. Como culpa recurrente, que volvió con más tics nerviosos y horas de terapia en su etapa de futbolista cuando el que murió fue un primo asmático al que aconsejó jugar al fútbol usando un producto que él promocionaba.
Una niñez dolorosa, en una familia carente y en una ciudad obrera, pero también añorada es el punto de partida. Juego, felicidad y sonrisas, como lo recuerda Gascoigne. El fútbol como único horizonte de placer. “Mucha gente vive para llegar al fin de semana. En Newcastle, cuando gana el equipo eso es un buen fin de semana”, dice Paul. El paraíso de los hinchas y también de Gazza. Jugar, siempre jugar.
De ahí, una comunión previsible. “Lo aman porque es uno de ellos”, dice un presentador de TV. El Gascoigne mal vestido, mal comido pero crack es el hincha en la cancha. Eso se reconoce con idolatría. Y si le sumamos el don de la oportunidad, del debut triunfal reiterado, entendemos su destino de grandeza.
Su primer partido con Newcastle fue en 1988, contra Wimbledon, por la FA Cup. “Vos y yo gordito”, le dijo Vinnie Jones en el túnel. El ahora actor lo corrió por toda la cancha esa tarde. Gazza le tiró un caño. Vinnie le agarró los huevos y se los apretó, una cámara atenta transformó el momento en una imagen eterna del fútbol inglés. Al final, Paul le regaló unas rosas que le habían enviado por su debut. Vinnie lo mandó a la mierda y le hizo llegar un cepillo para inodoros. Desde entonces, son amigos.
Su debut en Tottenham fue igual de oportuno. Le hizo un gol a Arsenal, el clásico rival, con la media del pie derecho, porque había perdido el botín cuando entró al área. Los reglamentaristas pueden dejar su queja donde quieran. Los Spurs, igual, perdieron. En Lazio, en su primer derbi con Roma, hizo un gol de cabeza, una rareza. Con Gazza era así, siempre amor a primera vista.
Por supuesto, las anécdotas son los puntos altos de la película. Cómo lo convencieron los Spurs de que rechace al United de Ferguson, que en Italia 90 volvió loco a Gullit tirándole de las rastas del pelo mientras lo corría para marcarlo, que la noche previa a la semi se escapó de la concentración para bajar la ansiedad jugando al tenis contra dos turistas. Y, claro, su genial diálogo con Maradona, antes de un Lazio-Sevilla. “Diego estoy un poco borracho”, le dijo. “No te preocupes, yo también”, le respondió el 10. Ebrio, se mandó este gol.
“Parte de su genio, de su magnificencia viene de lo vulnerable que es. Sin ese costado no creo que hubiera llegado a ser tan bueno jugador”, dice Lineker que comunica con tanta precisión como cuando definía. La fragilidad de Gazza, muchas veces, se volvía autodestructiva. En la semi del Mundial 90, sabiendo que estaba amonestado de un partido previo, persiguió una pelota que estaba perdida y terminó pegando una patada que, por otra amarilla, lo dejaba fuera de una hipotética final. Su llanto de niño aún duele.
Todavía hoy, Gazza está resentido con ese alemán que hizo tanto escándalo por un foul. “Cuando me dan una patada yo lo siento como un elogio. Nunca daría vueltas para parecer lastimado”, dice. Las imágenes de archivo recuerdan el momento y muestran, fugazmente pero sin detenerse, el gesto de Lineker al banco inglés advirtiendo que Gascoigne no estaba bien anímicamente. De hecho, en los penales, ni siquiera fue a patear.
Un par de años más tarde, jugó con Tottenham la final de la histórica FA Cup. Su sueño, cuenta, era ganar y subir por la tribuna a buscar la copa, como los héroes del 66, como tantos otros cracks británicos. En la previa, le besó la mano a Lady Diana. “Nunca había jugado con una erección”, confiesa. En el partido pegó una patada descalificadora pero el árbitro decidió no expulsarlo. Unos minutos después repartió otra y terminó con la rodilla rota. Sus compañeros levantaron el trofeo y él lo vio todo desde la cama de un hospital. Pronto iba a acostumbrarse a hacerse daño a si mismo.
Tras del Mundial del 90, la mejor actuación de Inglaterra después de ser campeón en el 66, Gascoigne se transformó en un héroe nacional. El pueblo inglés tenía, al fin, un ídolo genuino. La adoración era extrema y la presión mediática constante. Gazza manejó todo eso como pudo. Muchas veces, con una botella en la mano.
Ya en Lazio, durante una práctica, un joven Nesta lo volvió a dejar con mucho tiempo libre y otra grave lesión de la que recuperarse. Para Lineker esos largos momentos fuera de la cancha colaboraron a profundizar sus adicciones. Gazza, por su cuenta, comprendió que su único refugio eran los 90 minutos que pasaba con una pelota: “Ahí nadie podía lastimarme”. Aunque, sabía, los problemas lo esperaban en el vestuario y lo acompañaban toda la semana. “Nunca te quedes solo con tus pensamientos. Puede ser peligroso”, sentencia.
En el rincón opuesto a la cancha de fútbol estaba ese lugar “oscuro y depresivo” en el que Gascoigne solía caer. Gazza siempre supo encontrar el camino de vuelta. Renació en 1995 con la camiseta de Rangers y en la Euro 96 volvió a alegrar a los ingleses con un memorable gol ante Escocia. Pero, eventualmente, aunque intentó seguir como asistente o DT hasta los primeros años de este siglo, el fútbol se terminó.
Lo que vino después, esta última década, es lo que el documental deja para hablar, también brevemente, en el final. “Cuando no soy Paul, no soy Gazza, no soy Paul Gascoigne, solo estoy solo”, dice. Esa época más triste, la de las fotos vergonzosas, las depresiones agudas, las adicciones más fuertes y las miserias más públicas. Once años de periodistas escuchando ilegalmente su teléfono y publicando sus secretos. Gaiscoigne vuelve a hablar de la muerte, ahora la propia. Admite que un par de veces estuvo demasiado cerca de ese arco. Al alcohol le sumó la cocaína como vía de escape. Asegura que esta mejor, pero se reconoce vulnerable: “Es una enfermedad que tengo, y que la voy a tener toda la vida. Puedo salir y recaer con facilidad. Soy muy bueno para las dos cosas”.
Con verlo jugar alcanza. Gazza es muy para varias cosas. Lo que más le cuesta es vivir.