Hugo Pelosi (Carlos Portaluppi) tuvo un paso fugaz por la primera de San Lorenzo: apenas siete partidos en la década de 1980. Luego, una lesión grave en el tobillo, para colmo mal atendida, lo retiró joven de las canchas. Ahora, tres décadas más tarde, maneja un taxi y el vacío del fútbol lo ha cubierto, precisamente, el fútbol. Ya como hincha, este lobo estepario que ha llegado a los 130 kilos sólo tiene vida para San Lorenzo. Todo lo demás (la pareja, la salud, el sentido del humor, el mundo) es inocuo. Descarte, abandono.
Tal es el punto de partida de Hijos nuestros (2015), opera prima de Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez, una hermosa película que se vio en 2015 en el festival de Mar del Plata y el mes pasado integró la programación del célebre Bafici. El estreno comercial está previsto para el 12 de mayo, y debería ser una cita obligatoria para todos los futboleros críticos.
La síntesis argumental y hasta el título pueden inducir a engaño. Pero no se trata de elogiar la abnegación del hincha, no es la reescritura de aquella fábula romántica liderada por el genial Discépolo. Los años sepultaron esa candidez. El film tampoco venera la subcultura futbolera moderna y sus ritos más o menos violentos. Sencillamente problematiza, con una historia de soberbia precisión, qué le hace el fútbol a una persona que se lo toma demasiado en serio. Que cumple, en suma, con cierta preceptiva radical que campea en las tribunas y en los micrófonos.
“Ladrón de mi cerebro”, leí en alguna bandera de alguna tribuna (no importa cuál, da lo mismo). Extrema declaración de amor (y la medida de un sacrificio) de parte de un fanático a su equipo. Bueno: Huguito Pelosi podría suscribir sin pestañar ese lema. San Lorenzo, que en Hijos nuestros es presentado como enemigo de Vélez antes que de Huracán, lo ha sumido en un estado semejante a la alienación religiosa.
El antihéroe célibe y con alguna módica perversión debe elegir entre una cita con una mujer encantadora que representa el último tren de su vida (Ana Katz) y quedarse en el bar un rato más a ver la definición por penales de un partido de Copa: dilema para cualquiera menos para él. Otra: su sanlorencismo cerril lo torna insultante con el chico al que lleva a probar al club (único modo de pensar la descendencia). El fútbol, entendido así, le impide ser adulto.
De cualquier manera, los autores no pontifican. Se privan de condenar al personaje, que tiene no pocas aristas solidarias. Gebauer y Suárez también revelan las parcelas donde predomina la alegría y una identidad colectiva que sólo proporcionan los colores de una camiseta. El lado B del energúmeno.
Hugo Pelosi es un espécimen extraño. Un náufrago voluntario. Al igual que tantos otros que proliferan en las gradas. Porta lo entrañable y lo miserable del hincha. Las escenas delirantes son el mejor recurso narrativo (nada de sermones ni explicaciones ad hoc) para describir una mente intoxicada por la pelota. La escena en que la misa de confirmación se transforma en una cancha, con el cura de bastonero y un estribillo deslenguado en lugar de cánticos piadosos es para morirse de risa. Y además trasmite el nervio y la emoción de los buenos coros de tribuna. Este disparate, investido con la solemnidad de un templo, sintetiza de maravillas el espíritu del Hijos nuestros.