Hay dos maneras de leer la entretenida fábula que cuenta la película Eddie the Eagle (Eddie el Águila), levemente inspirada en la historia de un saltador de esquí británico que cumple su sueño de llegar a los Juegos Olímpicos de invierno pese a sus escasas habilidades deportivas.
La primera es la más lineal: hay que dejarse llevar por la historia de un muchachito poco agraciado, flaquito, de anteojos, con dificultades médicas para mover sus piernas, poco hábil para las tareas físicas, que crece en una ciudad chica del sudoeste inglés, obsesionado con llegar a competir en el alto nivel del deporte mundial. Específicamente, su anhelo es participar alguna vez, de alguna manera, en el evento madre, ése de los anillos y la antorcha en la que el atletismo es rey.
El chico en cuestión es Michael Edwards. Alias Eddie. Un poco de casualidad, Eddie descubre que no hay ningún otro saltador de esquí en su país. Así que básicamente sólo necesita saltar una vez para lograr su llegada a Calgary 1988. La dirigencia, a la que no le gusta mucho su cara ni su estilo ni nada, se la empieza a complicar con diferentes reglas de clasificación. La directriz básica es: aunque no tenga talento, no renuncio. El mensaje es el antónimo de Messi, digamos. No les contaremos más para no arruinarles la noche de pochoclo.
Si uno se relaja dentro de esa narrativa, se va a divertir sin grandes sorpresas. Porque en la película va pasando todo lo que más o menos se espera que pase, pero con buen ritmo de comedia liviana; porque aparecen personajes que rozan el estereotipo e igual nos regalan momentos hermosamente literarios; porque las imágenes logran transmitir su efecto de intimidad y empatía con el antihéroe; porque está muy bien filmada, incluso en los momentos de competición deportiva. En suma, porque uno siempre se siente con ganas de seguir mirando, incluso si ya sabe lo que va a pasar.
Hay un par de escenas que destacan en este apartado. Las locuras de Hugh Jackman -posiblemente el actor más famoso del film-, que interpreta a un ex astro rebelde del salto arruinado por el alcohol, candidato ideal e improbable para entrenar a Edwards, son bastante disfrutables. Toda la sesión de entrenamientos cuando buscan la clasificación a Calgary, armada como montaje, es particularmente gloriosa. Los diálogos con Matti Nykanen, el campeón de turno, son filosóficos y filosos desde una pretendida inocencia (presten particular atención a lo que se dicen en el ascensor: ahí hay belleza).
Acompañamos a un hombre que llega a consolidar una fama de perdedor simpático y se vuelca como curiosidad en los medios del mundo. Algo así como el Eric Moussambani de los años 80.
Y acá entramos en la segunda lectura que puede darse a la película. Porque es vendida como una historia real, que también es una lección de persistencia: se muestra que con voluntad se puede superar cualquier obstáculo aun sin grandes condiciones. Sin embargo parece muy significativo lo que se deja de decir. Y esto es: Edwards nunca pudo regresar a los Juegos. Un nuevo cambio de reglas lo dejó afuera de las competencias posteriores pese a que siguió saltando durante casi una década más. Quizá sea demasiado rebuscado, pero lo que parece sugerir la exageración casi paródica de este personaje es que es un infiltrado, un rechazado que se mete a través de la frontera que le dibujan y le hace doler seriamente el culo al poder.
Elegimos pensar que por eso se hace una omisión tan flagrante del futuro posterior del atleta. Cuando la peli termina, lo que asoma es prometedor, es potencialidad, es promesa de triunfo. Wikipedia nos desasna y nos queremos poner a llorar. Eddie nunca volvió. Ganaron los malos. Podrían haberlo dicho, sí, pero mejor vamos a los títulos y nos quedamos calladitos. Comedia, sí; drama, no. Final feliz, no jodamos.
Cualquier historia que lleve a tal extremo del ridículo el modelo de felicidad hollywoodense esconde una enseñanza: la vida es triste. Comedia, sí; pero en la ficción. ¿En la realidad? Drama.
En fin, también podríamos argumentar que el guión se toma varias licencias a la hora de adaptar la vida del muchacho. El propio Edwards declaró que es un fan de la peli, pero que “sólo el 5 por ciento es verdad”. Básicamente, cambiaron la historia de su enfermedad de infancia, eliminaron a su hermana, inventaron al entrenador borracho en realidad nunca existió, le dieron la autoría del apodo a la TV cuando en realidad fue obra de sus fans en un aeropuerto, lo pintaron como un esquiador novel cuando no lo era y lo hicieron dormir gratis en un bar cuando en realidad –y esta historia es mucho mejor- se alojaba por una libra al día en un neuropsiquiátrico en Finlandia.
Para no ser menos, Eddie quiere transformar la realidad en ficción, otra vez. Hace poco le dijo a un diario inglés que está en plena forma. Y que si consigue sponsors va a empezar a entrenarse para ver si llega a los Juegos de 2018. Sospechamos que no habrá final feliz: los Juegos no son en Hollywood.