El 5 de Talleres tiene una rareza favorable para el espectador futbolero: los partidos son verosímiles. Merced a la participación de jugadores reales, a los detalles resaltados por los planos cortos y al ambiente caldeado donde la hinchada suena como tal, las batallas del ascenso, libradas en el pedregullo de canchas imposibles, alcanzan una carnadura dramática intensa.

Parece menor reclamarle a una película cierto apego documental. Pero para una obra que se propone como retrato de ese mundo orillero, captar su clima resulta indispensable.

Por sobre todas las cosas, la película de Adrián Biniez, rodada en las instalaciones de Talleres de Remedios de Escalada, es un viaje al interior de un rito barrial y masculino. Los entrenamientos, la soledad y el bullicio del vestuario (con la ducha colectiva como cima del pacto grupal), el honor deportivo, el liderazgo.

En derredor, un sistema familiar, de valores, ambiciones y hábitos identificados con las clases populares. Por caso, aunque se trata de un deportista semiprofesional, parte de la dieta cotidiana del protagonista es la cerveza y el porro. Como en aquella otra película fundacional.

El 5 de Talleres narra un momento clave en la carrera del Patón Bonassiolle (Esteban Lamothe), amo y señor del mediocampo más por su vigorosa suela que por sus dotes con la pelota. Condenado a purgar ocho fechas por una merecida expulsión, decide que, superados con holgura los treinta años, ha llegado la hora del retiro.

Más acá de su reconstrucción escrupulosa de un segmento social (el lenguaje es un capítulo especialmente cuidado), el film habla sobre el fin de la infancia. El Patón, rodeado de compañeros mucho más jóvenes que lo veneran, decide retomar la adultez que interrumpió por seguir corriendo detrás de la pelota. Se sabe que la infancia no es un período específico, un suceso cronológico, sino un estado de la conciencia. Y puede durar para siempre.

Con el auxilio de la esposa, ella sí una persona madura (Julieta Zylberberg, pareja de Lamothe también fuera del set), el cinco de Talleres se lanza a completar la escuela secundaria y a imaginar (que no planificar) negocios de los cuales vivir una vez que, “a fin de año”, cuelgue los botines.

El Patón no sólo tiene dificultades para hacer los ejercicios de matemática. Sencillamente desconoce el mundo real, al que regresa de la mano paciente y cariñosa de su mujer. Sin ella, es capaz de ir al local de un shopping a preguntar si venden ropa al por mayor, pues esa es su idea de cómo empezar en el comercio textil.

Quizá porque el núcleo familiar lo acompaña comprensivamente (el padre pretende que juegue un tiempo más, pero luego se resigna), ocurre algo curioso con aquello que, se supone, es el nudo conflictivo de la película: Bonassiolle lo atraviesa apaciblemente. Se desliza hacia la vida civil se diría que gozoso. Nada de crisis, nada de nostalgias ni depresiones, como lo previene su entrenador Donato, un personaje quemado y adorable.

Se despide en el medio de una ovación en el último partido del campeonato. Rinde las materias que debía y proyecta estudiar inglés. Recupera intimidad con su mujer. Inaugura ­–junto a su esposa, claro­– un delivery de picadas. En fin, allí donde a otros se les viene el mundo abajo, al Patón se le presenta una sucesión de oportunidades felices.

El aprendizaje es rápido y exitoso. La ausencia de conflicto relaja el film. Le resta nervio, posibilidades narrativas. Aunque la película conserva su encanto verista, de algún modo defrauda al espectador. Es como si el Patón ganara los puntos porque el rival no se presentó a jugar.