La historia de La fiesta de todos (1979, Sergio Renán) es más o menos conocida: vender al mundo “otra imagen”, hablar de fútbol durante varios días y adormecer a un país en el que estaban sucediendo cosas terribles.

La imagen de Argentina, su tecnología, su crecimiento estaba apoyada en la demostración de que se podía realizar el Mundial ’78. Y la enorme cortina de humo armada por Lacoste y Havelange -quien apostó por Argentina cuando agarró el mando de la FIFA en 1974- y su sociedad política fueron la base para su organización.

La fiesta de todos es un grotesco panfleto ideológico en el que se muestra el devenir deportivo del Mundial del ‘78, acentuando el andar del equipo argentino y el sentimiento
popular que movía este evento.

Nos encontramos ante un material documental (filmado por un grupo de brasileños que decidió venderlo cuando su equipo fue derrotado) mezclado con una cuota de ficción que recrea algunos momentos “deportivos”, entre ellos la falsa cabina de transmisión que ocupaban José María Muñoz y su eterno ladero Roberto Ayala, así como la aparición de “sketchs” en los que Calabró hace el papel de El contra, Mario Sánchez vende banderitas entre partido y partido, y Sandrini pone la cuota costumbrista de siempre: no escucha por radio ni ve por tele el partido con Perú, pero se levanta de la cama envuelto en una bandera argentina.

También aparecen varias voces más, pero siempre con un único punto de vista. El arranque, a cargo de Roberto Maidana, reafirma la idea de la película: el periodista compara el campo del Monumental (cercano a la ESMA) con un campo de batalla, mostrando la construcción de estadios (Mar del Plata, Córdoba, Mendoza), las fuertes inversiones en River, Vélez y el Gigante de Arroyito, y el alto desarrollo en transportes y comunicaciones.

Los periodistas van desde Macaya Márquez, ideal para no arriesgar nada, hasta Diego Bonadeo y Néstor Ibarra. Sus testimonios aparecen mezclados con los del entrenador nacional, César Luis Menotti, que habla de la “concentración” como la central de operaciones. Cierra la aparición “reflexiva” del historiador Félix Luna, que hace un monólogo para el olvido.

Es simple y fácil encontrar todos los defectos, tanto ideológicos como narrativos, del film. En síntesis, se trata de una película torpe, ingenua, hecha con trazo grueso, a las apuradas, que impone la palabra por sobre la imagen. Y con un contenido claramente discriminatorio (cuando se quiere mostrar el lugar de la mujer en el Mundial, por ejemplo) y homofóbico (una inexplicable escena en una peluquería de mujeres donde un peluquero gay se ve acosado por las clientas que quieren ver el partido).

Más allá de todo este “collage” de actores conocidos de cine y televisión, periodistas del medio, personalidades de la cultura y un director que pone en juego su prestigio luego de hacer una película reconocida como La tregua, el trazo grueso del film recae sobre la palabra: “Con la actitud serena y generosa de un pueblo maduro, de pantalones largos”, “Miles de argentinos anónimos construyendo estadios, carreteras , aeropuertos, dando la mejor respuesta a los escépticos que decían que no llegamos”.

Absolutismo y moralismo, mezclados con fútbol ballet (adelantando y retrocediendo la imagen del futbolista), la animación racista para mostrar a Túnez, la sorpresa del Mundial, o la pobre recreación cinematográfica del público brasileño, todo filmado a cuatro manos por la dupla Hugo Sofovich-Mario Sábato.

Y la cinta va pasando como Argentina en el Mundial ’78, con pequeños fragmentos de cada partido, espiando de costado qué pasa con los perseguidores del país. Las imágenes son las que ya hemos visto siempre en toda recreación periodística del Mundial y, sin dudas, las de más valor se multiplican cuando aparecen futbolistas argentinos, brasileños, holandenses, los jóvenes Zico, Mario Kempes, Michel Platini, Karl-Heinz Rummenigge, Paolo Rossi y tantas otras leyendas que merecían algo mejor que esta presentación.

Pero lo visto no alcanza, la cosa va de mal en peor, todos tienen su momento para quedar registrados. Y es insuperable el cierre de Félix Luna, cuando el autor de Soy Roca cierra la “fiesta” diciendo textualmente: “Estas multitudes delirantes, limpias, unánimes, son lo más parecido que he visto en mi vida a un pueblo maduro, realizado, vibrando con un sentimiento común, sin que nadie se sienta derrotado o marginado. Tal vez por primera vez en este país, sin que la alegría de algunos signifique la tristeza de otros”