Es el año 2018. En un futuro reciclado, las corporaciones manejan el mundo y todo el poder se define a través de un juego entre ciudades: el rollerball. Partido Houston-Madrid. La primera gran secuencia nos invita a ver de qué se trata este “juego” que mezcla varios deportes a la vez: hockey sobre hielo, motociclismo, carreras, boxeo, fútbol americano y varios elementos que se dan cita en un velódromo.
Participan doce jugadores de cada lado que tienen el objetivo de llevar una bola de metal (parece una bala de plomo) y meterla en un agujero tipo canasto. Cascos, motos, protectores y todo un repertorio de piezas se usan en esta especie de arena romana. Gana Houston, el equipo de la Corporación de Energía y el que cuenta con el jugador estrella, Jonathan E (James Caan). Rebelde, jugador consagrado, caracterizado como un héroe perdido de algún western, un tipo de guerrero vencido que descansa con sus caballos en su rancho, más allá que todo esto sea futuro.
Y luego de vencer a Madrid, el presidente del Club Houston (o mejor dicho, el dueño de la Corporación) invita a Jonathan a retirarse del deporte participando en un programa especial de televisión dedicado a él. La duda de la estrella tiene que ver con este extraño pedido cuya intención se irá revelando con el correr de la cinta. Al mismo tiempo, Rollerball nos va mostrando un mundo donde los recuerdos se guardan en diskettes, las pastillas se consumen como caramelos y las mujeres parecen modelos de un video lisérgico de los Babasónicos. Fiestas, surrealismo y cámaras lentas, miradas perdidas, cuerpos y mentes que parecen flotar, algo así como un juego de supervivencia como marco de descarga única que tiene este “mundo perfecto”.
El juego va camuflando lo que sucede en esta extraña y adelantada visión del futuro. De a poco vemos qué ha quedado de real y qué ha sido suplantado por las máquinas, por el artificio y la perfección robótica.
De pronto Jonathan empieza a desobedecer al sistema, al autoritarismo reinante, mientras recuerda a única persona que quiso (“Ella”) en televisores que reproducen los momentos más naturales que tuvo alguna vez ese mundo. Luego viene la semifinal con Tokio, donde el compañero y segunda figura de Houston queda en el camino. La violencia sin reglas se lleva y Jonathan comienza a entender qué pasa. La gente ya no piensa, no se hace preguntas, sólo obedece o agacha la cabeza. Jonathan se da cuenta de que todo es intercambiable y de la verdadera razón de su retiro. En algún momento alguien le dice que “es peligroso” para ellos.
Si en algo se adelanta Rollerball, a casi cuarenta años de su realización, es en mostrarnos no solamente temas que afectan a la globalización, sino también a la supervivencia (como en “los juegos del hambre” o en la “batalla Royale” que ya hamostrado el cine), y también en que la ciencia ficción (Bradbury, Orwell) se haga amiga del deporte casi por única vez. Y en que el amor quede congelado en lo que fue el mundo, ése que ya no está: el sistema le arrancó a Jonathan el amor pero no el alma, parece decirnos la película.
Rollerball es muchas cosas a la vez: el relato de un equipo en busca del partido eterno (la final de Houston es sin tiempo y con nuevo reglamento); una película arquitectónica (la simetría, los decorados, la década del ’70, donde se agrega la visión de la tec- nología: una computadora que habla y les da consejos a los humanos); una historia sobre el lujo ante el esnobismo, el desprecio por el libro y la información, las religiones y las razas.
Resumiendo, cualquier argumento queda chico. La película a veces se dispersa, se pierde y vuelve a encontrar el hilo cuando el juego retorna a escena. Houston juega la final con Nueva York en el partido eterno. Los recuerdos melancólicos sobre el amor perdido son pura rebeldía contra el autoritarismo y el dominio de las corporaciones. Un partido que se juega a muerte, para ver quién queda con vida en este mundo sin referentes ni reflejos. Luego de que la violencia estalla, las reglas vuelan por los aires y los players se queman o mueren en la pista, nuestro héroe recorrerá una última vuelta como un gladiador en patines, ante la mirada atónita de un estadio que empieza a corear su nombre. Jonathan deposita la pelota en su lugar. Houston ha ganado, aunque quien ha ganado de verdad es el hombre, transformado en una imagen congelada con la que se cierra el film. Es el final, o el principio… Rollerball termina sin mostrarnos cómo sigue el mundo.