Fue un fracaso como comunista y como capitalista, pero como futbolista era de los buenos. Así de compleja fue la vida de Ferenc Puskás, que además de un habilidoso goleador zurdo fue un comerciante nada diestro, que perdió un bazar en Budapest por regalar más ollas de las que vendía y quebró una fábrica de salchichas en Madrid porque casi nadie le pagaba. De estas historias poco conocidas se nutre para atrapar al espectador el documental de 2009 Puskás, Hungary (acá con subtítulos en inglés), dirigido por Tamás Almási.
La película, compuesta en un registro televisivo, condescendiente pero entretenido, acierta por la riquísima biografía que relata. “Sería difícil crear una historia mejor que la suya”, reconoce el director. El valor del film radica en aquello que la mayoría no conoce de la vida del húngaro más famoso. Por ejemplo, que se crió en los suburbios de Budapest con un nombre diferente: Ferenc Purczfeld. En 1937, cuando tenía diez años y los alemanes se asentaron en la ciudad, para evitarse problemas la familia se cambió el apellido por Puskás, que en húngaro significa “escopeta”.
Creció junto al estadio del Kispest A.C., donde su padre era futbolista. “De chico iba corriendo al colegio, haciendo piques de esquina a esquina. Cuando veía un tranvía, empezaba a correr para ver cuán lejos podía llegar hasta que me pasara”, recuerda. De grande, leyó que el tenista francés Jean Borotra practicaba puntería con una caja de fósforos y se obsesionó con pegarle al travesaño treinta veces seguidas. Cuando jugó en Real Madrid se llevó unos duros extras de las prácticas con esta destreza.
Su talento tardó poco en destacarse en su club húngaro de origen y llegó joven a la Primera, con su papá como DT. Su físico pronto decantó por un porte medio y una contextura redondeada. Mientras se afirmaba en Kispest los soviéticos sitiaron Budapest, en la Navidad de 1944. En 1945, la ciudad ya era comunista y unos años después le tocó a su equipo afiliarse al partido. El Ejército tomó el club y lo rebautizó Honvéd (Soldado). El plantel se reforzó con lo mejor del país, se militarizó y se transformó en la base de la gran selección húngara que dominó la primera mitad de los ’50. Puskás era el líder de ese batallón deportivo. Ahí empieza la historia conocida, la de los magiares mágicos. La medalla de oro en Helsinki 1952, el 6-3 a Inglaterra en Wembley -incluida la humillante pisada de Puskás ante Billy Wright, el capitán inglés-, el 7-1 de la revancha y las gloriosas giras por Europa.
Por entonces, Puskás era un ídolo global, si algo así existía en un mundo sin TV. Su fama era tal que una joven sueca podía hacerle llegar una carta poniendo en el reverso simplemente su nombre y su país, de ahí el título del film. Su caída, y la del seleccionado, llegó en el Mundial de Suiza, en 1954. Hungría llegó como el gran favorito y en la primera ronda goleó 8-3 a Alemania. Las patadas germanas dañaron a Puskás, que recién volvió a jugar -lesionado- en la final, otra vez ante los alemanes. Allí, el plantel que equipaba Adi Dassler pudo hacer pie en la cancha embarrada, levantó un 0-2 y sorprendió a un equipo magiar que llevaba seis años -más de 40 partidos- invicto.
La frustración húngara provocó revueltas en Budapest. El DT Gusztáv Sebes y Puskás fueron los blancos de la ira popular: la gente apedreó las redacciones de algunos diarios y quemó pósters de sus ídolos. Con las semanas, las protestas giraron hacia el gobierno. En 1956, estalló la revolución. Honvéd aprovechó la Copa de Europa para irse del país. Puskás se sentó junto al conductor del micro y su rostro fue abriendo cada piquete. Cuando los tanques soviéticos pusieron orden, les llegó el mandato de regresar. El plantel desobedeció y se fue de gira a Brasil. Repartieron el dinero y sólo unos pocos volvieron. Puskás se instaló en Viena. En Hungría lo declararon traidor, lo borraron de una película que estaba por estrenarse y lo tomaron como un mal ejemplo. La FIFA, históricamente del lado de los poderosos, lo suspendió por dos años.
En el exilio, y con pocas chances para jugar, pasó uno de sus peores momentos, de los pocos que elige contar el documental. Hasta que sonó el teléfono y Santiago Bernabéu, a instancias de un ex entrenador de Kispest, le ofreció un contrato. “Pero mire que estoy con 18 kilos de más”, le habría advertido. “Eso es problema suyo”, le respondió el presidente del Real Madrid. En semanas, el húngaro se puso en forma y debutó con la camiseta del club merengue en Buenos Aires, en el Monumental, otro dato poco conocido. Di Stéfano castellanizó su nombre como Francisco y le dio la versión argentina del apodo, Pancho. Así se sumó a una histórica delantera -Gento, Di Stéfano, Kopa, Rial- y la hizo más gloriosa aún.
Entre tantos récords, títulos y festejos, la película hace foco en el hombre y sus virtudes. Las más de cincuenta entrevistas, una pauta de la gran labor de producción, le dan al film jugosos testimonios que van desde ex compañeros o su criada hasta familiares y amigos. Construye con ellos un Puskás bondadoso, siempre dispuesto a meter la mano en su bolsillo para ayudar a un compatriota, incluso al agente que lo espiaba cuando estaba exiliado. Un hombre sensible y generoso que “daba dinero, porque era un poco tonto”, y cuyo “corazón era tan grande como su panza”.
Pero lo mejor del documental está en el archivo que rescata. Esas imágenes que lo muestran siempre prolijamente engominado, hundiendo el empeine izquierdo en el cuero redondo, golpeando el balón con una precisión y una potencia que asombra. “Le gustaba más hacer goles que comer”, lo describe José Santamaría, compañero en Real Madrid, donde jugó hasta 1966. Cuando le hicieron el partido despedida, en 1969, su panza mostró que hacía tiempo había cambiado sus preferencias.
Tras el retiro, dio sus primero pasos como DT, profesión con la que visitó los rincones del mundo que le faltaban. Arrancó en España, luego fue a Estados Unidos y Canadá, y tuvo su página más gloriosa en Grecia, donde llevó al Panathinaikos a ser subcampeón de Europa en 1971. Pero también dirigió en Chile (Colo-Colo), Egipto, Paraguay (Sol de América y Cerro) y Australia. Su barriga prominente y sus insultos en español son más recordados que sus planteos tácticos.
El regreso a la patria llegó en 1981, para un partido homenaje a los magiares poderosos. La escena da ganas de llorar. Después de veinticinco años, Pancho se reencuentra con su familia. Su rostro suelta todas las expresiones juntas, mientras casi inconsciente, al ver una cara conocida, exhala su nombre como recordando años y años de anécdotas. Hay llanto, abrazos y también esas sonrisas que los que lo conocieron tanto extrañan. Su rostro se hunde, y la boca empuja los cachetes hacia los lados. Es un niño otra vez.
A fines de los ’80, en Australia, Puskás todavía jugaba al fútbol. Con más de 60 años, apretado en una camiseta demasiado blanca, lo vemos tirar un caño al pasar, para seguir altivo y panzón en control de la pelota. Honores para el veterano desconocido que abrió las piernas. Entonces decía: “Es mi vida. Me gusta el fútbol, trabajo en el fútbol y juego al fútbol, no muy rápido. Ojalá pueda jugar diez años más, viviría diez años más”. Murió en 2006, sin poder reconocer a sus compañeros del Honvéd. El Alzheimer le fue quitando los recuerdos. Su fútbol y Puskás, Hungary nos impiden olvidarlo.
NdR: Este artículo fue publicado originalmente en el número 29 de la revista Un Caño – Septiembre de 2010.