Porque somos argentinos y somos futboleros, la foto que acaba de ganar el primer premio en la categoría deportiva del concurso internacional de fotoperiodismo más importante del mundo nos toca muy de cerca. Tan de cerca cómo Messi, en la imagen, contempla al trofeo. Probablemente la distancia -la proximidad, la lejanía- sea el nudo central de la foto, su punto de tensión.
Messi tiene la copa al alcance de su mano pero le está vedada. No puede siquiera tocarla, la reglamentación de la FIFA se lo prohíbe. Aquel cantito tribunero de se mira y no se toca llegó a los estatutos. A la copa sólo pueden tocarla los dirigentes corruptos, algún lacayo con guantes cuando la guarda o la saca de su estuche Louis Vuitton y los campeones del mundo, en ese orden.
Messi mira la copa, como quien mira a los ojos a un traidor exigiéndole una explicación. Mira la copa consternado, apretando las muelas, lo que le da a la escena una extraña carga dramática, una atmósfera que no parece corresponder a un acontecimiento deportivo, sino más bien a un velatorio multitudinario. Hay como una angustia existencial en la mirada de Messi, ese pibe al que tanto le cuesta expresar sus sentimientos.
A pesar de estar rodeado por una multitud, logra un momento de intimidad con la copa. Logra abstraerse de todo y estar a solas con ella. Ve su propio reflejo dorado y piensa que, a los 27 años, tiene el mundo literalmente a sus pies, el futuro asegurado, una gran compañera y un hijo saludable. Sin embargo, mira la copa como aquellos chinitos de la famosa foto de Cartier-Bresson miraban en una vidriera la bicicleta que nunca podrían tener.
En medio de esas cavilaciones, evaluando la distancia que lo separa de Rusia, Messi contempla de cerca la copa del mundo, antes de que los aclamados alemanes -el centro de todas las miradas- vengan por ella.
Unos pocos testigos cercanos, blandiendo sus teléfonos con camaritas, registran el momento.