La foto que mostraba al árbitro alemán Rudolf Kreitlein, retirándose del campo de Wembley rodeado de policías al finalizar el partido de cuartos de final en el que nuestro equipo cayó frente a Inglaterra, fue la imagen que en su momento mejor interpretó el sentimiento del hincha argentino tras la eliminación del mundial de 1966.

Kreitlein había expulsado a Rattin, nuestro capitán, a los 37 minutos de juego. No quedaron del todo claras las causas de su decisión, pero la prensa argentina entendió que esa alternativa explicaba la derrota y el árbitro pasó a ser el chivo expiatorio. Esta imágen fue determinante para instalar esa idea.

Como toda buena fotografía de prensa está cargada de elementos simbólicos y de detalles que permiten variadas lecturas o interpretaciones de lo que sucede en el encuadre.

Tres policías llevan raudamente al árbitro hacia la salida como si se tratara de un detenido. Lo van tomando y lo guían un poco a los empujones, uno de ellos blande un bastón con el que se abre paso. El hombre calvo parece no llegar el piso con sus pies y su cuerpo, apenas inclinado hacia atrás, intenta una leve resistencia. Su mirada absorta, sus ropas desarregladas, lo muestran enajenado, ensimismado en sus pensamientos. Un hombre alto y de prominentes orejas, vestido de civil -un inglés arquetípico- lo toma del hombro en un gesto de protección; tiene la actitud de un abogado defensor pero en realidad es el famoso intérprete cuya presencia reclamaba ardorosamente Rattin, antes de ser expulsado por el altanero alemán, que ahora vemos abandonar la cancha en medio de un tumulto.

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A pesar de la incómoda desprolijidad que supone la situación, el árbitro se aferra a la pelota y a su silbato como si fueran los elementos probatorios de su inocencia o de su dignidad ante el atropello al que se siente sometido. El escudo de felpa que lo acredita como referee de la FIFA -su fuero- pende de un hilo de su agraviada camisa negra. Por lo menos otros seis policías en distintas actitudes completan el cuadro. Uno, con el típico casco de Bobby, se destaca en segundo plano por su gesto de genuino asombro.

Tiene algo de tragicómica la escena. La profusión de policías nos hace recordar por un momento aquellas viejas películas del cine mudo de los estudios Keystone en las que decenas de uniformados perseguían a un endeble Charlie Chaplin o a Mack Sennett. Pero también es imposible no asociar la imagen con aquellas fotos  -tan habituales en los años sesenta- de protestas y revueltas callejeras que terminaban con estudiantes apaleados y detenidos por policías muy parecidos a los que se llevan al alemán bombero.

Lo cierto es que esta foto, así interpretada, sirvió en su momento para llevar sosiego a la conciencia de millones de argentinos. Fue la imagen que necesitamos para que nuestra autoestima futbolera quedara a salvo por lo menos por una vez y poder seguir pensando que éramos los mejores. Resultó funcional para deslindar responsabilidades, sentirnos víctimas de un paladín de la injusticia y sobreactuar nuestra indignación: la culpa de quedar afuera del mundial no era de nuestro equipo sino de ese loco, de ese ladrón que había expulsado a Rattin sólo para perjudicarnos. Esa foto corroboraba de algún modo el fraude y probaba que el juez Rudolf Kreitlein era un delincuente -si se lo llevaban así, por algo sería- al que le estaba llegando su merecido castigo.

Los argentinos, entonces, pudimos festejar orgullosos nuestro título de campeones morales.