¿Por qué «mito» se puede escribir con la M de Maradona, pero aún no con la M de Messi? Trataré de explicar, de la manera más simple que pueda, la diferencia entre ser Messi y ser Maradona en Argentina. Quizá se trate de un tema demasiado argentino, pueblo mitómano por naturaleza. Pero estamos hablando de dos personajes que el fútbol ha convertido en universales y que tienen la fuerza de lo simbólico. Maradona ya fue, de modo que podemos verlo con perspectiva histórica. Messi es, y le queda mucho por deslumbrar, pero como todo jugador actual todavía no cuenta con las ventajas de la idealización.
DIEGO
Empiezo este artículo inspirado por un episodio menor. Estoy en Positano, un pueblo maravilloso colgado de un monte de la costa Amalfitana, a algo más de 50 kilómetros de Nápoles. En el restaurante del hotel Le Sirenuse reina un ambiente más propio del siglo XIX que del XXI.
A la hora de la cena, un violinista pasa entre las mesas tocando suaves melodías. El intérprete es un hombre que roza los cincuenta años, de fría inexpresividad y rostro duro, como tallado en piedra. Parece habitar no solo en otro tiempo, sino también en otro mundo.
Cuando pasa por mi lado, totalmente absorbido por su música, hace algo que lo convierte en humano: se agacha y me dice las dos únicas palabras que se le han oído a lo largo de la semana que llevo en el hotel: «Grande Diego». Para qué decir el apellido si todos sabemos que, en Nápoles y alrededores, solo hay un Diego. Podía haber ocurrido en Buenos Aires.
Digo que se trata de un episodio menor porque tuve ocasión de escapar, con el Ferrari de Maradona, de multitudes que lo perseguían con Vespas por Nápoles, o de ver a gente que se ponía a llorar solo por la emoción de conocerlo en persona, o de altares consagrados a su figura en casas de personas en apariencia normales.
«Mi» violinista es el último ejemplo de que una figura con semejante fuerza emocional entra por cualquier resquicio mental, incluso el más impenetrable.
LA PELOTA
En cuanto a Argentina, el nivel de impunidad de Maradona lo coloca ampliamente por encima del bien y el mal. Su figura no admite competencia a lo largo y ancho del país.
En Bariloche, al sur de Argentina, acabo de ver una bandera con cuatro fotos. Una delantera indiscutible: Evita Perón, el Che Guevara, Carlos Gardel y Maradona. El único al que hay que compadecer es al que está vivo, porque muerto es mucho más fácil ser idolatrado. Pero ¿qué colocó a Maradona en ese lugar? Antes que nada, se trata de un jugador que encarnó el sueño platónico de cualquier argentino: hacer lo que a uno se le antoje con la pelota. Ahí empezó su reino porque, para un argentino, saber jugar a la pelota es mucho más importante que saber jugar al fútbol. El virtuosismo te consagraba en el barrio, lo cual era mucho más importante que consagrarse en el estadio.
Hay un cuento fantástico del «Negro» Fontanarrosa que voy a destrozar, acudiendo a mi memoria, para ilustrar mi teoría. Un niño está sentado junto a su pelota en el banco de una plaza. De pronto se va y la deja abandonada, en un acto que pone en duda la salud mental de un chico argentino. Pero cuando llega a la esquina, el pibe gira la cabeza, silba y la pelota se baja del banco y va a su encuentro para seguirle dócil como un perro. Cuando leí el relato, al llegar a ese pasaje me sobresalté, porque esa es la aspiración última de un argentino: que la pelota nos obedezca hasta ese punto. Como hacía con Maradona. La relación de Diego con la pelota era carnal, sensual, plástica. Cuando la dominaba, se notaba a la legua que ambos estaban enamorados. De hecho, todos los balones del mundo se parecen un poco a Maradona, en lo que sin duda es un homenaje que la pelota dedica al artista que mejor la trató.
SAN MARTÍN MONTADO EN LA PELOTA
Luego, su carisma futbolístico y su accidentada vida privada lo convirtieron en centro mediático del planeta entero. Bendito y maldito, blanco y negro, lo cierto es que Maradona cubría (y aún cubre) el amplio espectro que va del bien al mal, y ese es un festín periodístico difícil de igualar porque está hecho a la medida de estos tiempos excesivos.
Finalmente, Diego hizo un viaje extraordinario desde su pobreza de origen hasta su condición de líder popular, en el que se vieron proyectados millones de personas que por obra y gracia de su ídolo veían posible (para ellos mismos o para sus hijos) lo que parece imposible. Por decirlo con palabras de Mario Vargas Llosa dedicadas al mismo Maradona: «Una deidad viviente que los hombres crean para adorarse en ella».
Da igual Argentina que Nápoles, Maradona ha estado con puntualidad napoleónica donde debía estar: el sitio en el que existía la demanda urgente de un Salvador. Solo si se dan condiciones muy especiales puede uno pasar de crack del fútbol a rey popular.
En México, en 1986, Diego dio ese salto para todos los argentinos. Si después del Mundial hubiera vuelto al país montado en un caballo blanco, lo habrían confundido con el general San Martín. Esa era su estatura para millones de personas, aunque muchos pensarán que exagero. Les ganó a los ingleses en cuartos de final un partido que, para el imaginario colectivo, era la revancha de la guerra de Las Malvinas. Maradona, aquel día, saldó cuentas muy pendientes para un país que quiere encontrarse a sí mismo.
En aquella ocasión, en las horas previas al partido, se me ocurrió decir que confundir el fútbol con la guerra era propio de imbéciles. El tiempo demostró que el imbécil era yo, porque en aquel encuentro se agigantó su importancia hasta convertirse en una leyenda inigualable. Para eso hicieron falta dos goles (el maldito y el bendito) que le agregaron divinidad a la ocasión.
Luego Diego siguió comandando una victoria en el Mundial sin fisuras (ganando todos los partidos sin incómodos descuentos o angustiosos penaltis) y se convirtió, por esos días, en la persona más famosa del mundo. Algo así como el hombre que le advertía al mundo que Argentina seguía existiendo y sus sueños de grandeza permanecían intactos.
En el imaginario colectivo el triunfo frente a Inglaterra en cuartos pesa más que la final ganada a Alemania. Cosas de la memoria emocional.
Lo de Nápoles fue más simple, pero igual de oportuno. Una ciudad desplazada, cuando no despreciada por el próspero norte, un fútbol siempre secundario salvo por el fervor de su gente, una demanda social gigantesca que depositó toda su ilusión sobre los hombros de un jugador de fútbol.
Un solo jugador, un solo hombre, un solo hombro. Y el ídolo tuvo la fuerza de levantar Nápoles hasta lo más alto, con una personalidad extravertida y estridente que no difería mucho de la de cualquier napolitano, pero con una fuerza hercúlea y un talento fuera de lo normal para ganar todos los retos que la gente soñaba. Era uno más y, al tiempo, único. El gran representante que, armado con una pelota, vengaba a un país de la humillación de una guerra perdida o reivindicaba a una ciudad de todos los atropellos sufridos, no podía ser más que un Mesías.
UN PODER MODERNO
El poder del superdotado, el poder de la oportunidad, el poder de la representatividad, el poder de la fama, el poder del fútbol, el poder sentimental. Todos esos poderes completan el mito de estos tiempos.
«En la lucha que un hombre tiene con la percepción, gana siempre la percepción», me dijo un día mi admirado periodista, matemático y divulgador científico Adrián Paenza. Es cierto. Todo esto para concluir que Messi es un genio que no tiene nada que envidiar a nadie desde que empieza hasta que termina un partido de fútbol.
Si la comparación termina ahí, Messi y Maradona son dos caras de la misma moneda. Son tan distintos…, nos decimos a veces. Son tan iguales…, nos decimos otras. En medio de esa duda, caben todas las polémicas que tanto gustan al fútbol. Para Diego la pelota es un pincel; para Leo, una herramienta de alta precisión. Diego amaba la pelota y la jugaba con una emoción que lo hacía (y nos hacía) feliz; Leo la ama como un cirujano el bisturí y cuando termina su obra nos descubrimos ante la eficacia, precisión e imaginación que le dio la vuelta a un partido. A cualquier partido. A casi todos los partidos.
Si llevamos el debate fuera del campo, la cosa cambia, porque son tan distintos como el calor y el frío. En ese territorio, Maradona, hijo de un tiempo de grandes demandas sociales, sigue gritando su rebeldía, sintiéndose representante de los que no tienen voz. Divide el mundo en amigos y enemigos con una expresividad que no deja a nadie indiferente. Messi no pone el altavoz de la fama a sus rebeldías, en el caso de que las tenga. Es solo fútbol porque nació en un tiempo en que el capitalismo nos anestesió a todos y porque su personalidad está muy lejos de ser, al menos públicamente, volcánica.
A Messi le reclaman un Mundial, pero en el caso de que lo gane, también nos parecerá poco porque no habrá humillaciones pasadas que compensar.
Por esa razón Messi decidió únicamente jugar al fútbol. Hace bien. ¿Para qué va a hablar? Sí, en pleno partido de fútbol, es el cuerpo en movimiento en relación con una pelota el que tiene la última palabra. Y el cuerpo de Messi hace maravillas, como el de Maradona. Quizá algo menos estéticas, acaso más eficaz en términos estadísticos.
Ahora bien, Messi cuenta con una ventaja, la de vivir en un ciclo histórico en el que el fútbol se ha convertido en un palco inigualable: basta con jugar maravillosamente para ser considerado un héroe global.
Con esa nueva consideración social del fútbol, aún sin alardes libertarios, cuando termine su carrera la nostalgia se encargará de convertirlo en mito.
Al fin y al cabo, el destino probable de todo héroe.
- Páginas 97 a 103 del Libro “Fútbol, el juego infintio; el nuevo fútbol como símbolo de la blobalización”, de Jorge Valdano. Editorial Conecta.