Vivíamos en un país hambriento de mentiras. Y nosotros allí. Éramos el pueblo que se divertía. Llevábamos tres años y dos meses de una dictadura. Sin embargo nadie decía “vivimos en una dictadura”. Estaba prohibido Marx; estaba prohibido Perón, Lenin, Evita, El Che, Cooke, Fidel, Serrat, los discos de Zitarroza y un país completo llamado Cuba. Ni las estatuas se salvaban de la purga. Estaba cerrado el Congreso, prohibidas las huelgas, aporreados los partidos políticos; los niños no sabían que era un concejal, un referendum, una urna. Pero en las escuelas se enseñaba la Constitución. Tres palabras con R eran mudas: rebelión, revolución, reclamos. Eso sí, no estaba prohibido respirar.
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La primera historia ocurrió poco después del mediodía del 22 de mayo de 1979. Millones de argentinos esperábamos sentados frente a televisores en blanco y negro. Allí terminarían los detalles de un partido difícil de ignorar que se jugaba en Suiza. En Berna, como parte de los festejos por los 75 años de la FIFA, los seleccionados de la Argentina y Holanda, frente a frente, por “La Gran revancha” del Mundial 78.
En el inventario de nuestro equipo celeste y blanco aparecía un nombre aún no santificado: Diego Armando. Relator y comentarista, en vivo, se dedicaban a enseñarnos un poco de fútbol. De pronto, todos vimos aquello que hoy… recordamos mal.
En las tribunas del estadio, unas personas desplegaban unos carteles en los que se leía “Videla asesino”. Como si fueran los árboles del paisaje, dejamos de ver el paisaje.
En aquellas gradas estaba Ángel Cappa. Era uno de los miles de exiliados argentinos. También estaba Sergio Ferrari, un joven. El mismo Sergio Ferrari, maduro, que ahora es parte de esta evocación. “Llegaron muchos compañeros exiliados de Francia y de Holanda -recuerda-. Nuestro primer problema fue de seguridad, ¿cómo entrar el cartel? En verdad, no era un solo cartel. Eran muchos. Con letras separadas y pintadas sobre una tela se formaron las palabras ‘Videla asesino’ y el rostro de Videla. De pronto nos dimos cuenta que entrar eso a la cancha era más fácil que en la Argentina. Nos pusimos atrás de los arcos. Allí aparecieron algunas banderas argentinas con otras consignas; eran, especialmente, los exiliados de Francia. La seguridad del estadio se había preocupado en que no entraran palos grandes. Recuerdo que incluso habíamos discutido si llevábamos o no cadenas”.
En Buenos Aires, el sacrilegio puso de nervios a la conducción de los “con gorra” que manejaban el canal. Por los pasillos correteaba gente implorando una idea. Hasta que alguien gritó: ¨hay que tapar eso¨.
En Suiza, los funcionarios de la embajada argentina no disimularon nada. En minutos, solicitaron a los organizadores que hicieran retirar los carteles más visibles, de lo contrario el partido no continuaría.
Sergio acelera el relato: “la gente de la seguridad vino a decirnos que sacáramos todo eso. Eran de una empresa privada. Te aclaro que eso en Suiza es normal, la seguridad no lleva armas a la cancha. El primer choque fue con un grupo, en formación militar, que se acercó a la primera fila para arrebatarnos los carteles. Ahí nos dimos cuenta de cómo venía la mano. Fue un momento de gran tensión, primero se acercaron un par de civiles de seguridad. Creo que ellos no advirtieron que la movida era muy masiva, y que había muchos compañeros suizos que estaban muy ligados a la solidaridad con los argentinos. Previamente habíamos impreso un montón de volantes que denunciaban a la dictadura y que se entregaron, momentos antes del partido en todas las tribunas. Eran volantes en español, en alemán y en francés. Todo ello había generado un clima de mucha simpatía con los presentes porque el tema de la dictadura estaba muy al día en los medios suizos. La agresión vino de parte de la seguridad privada y entonces hubo una respuesta muy fuerte, de los argentinos. Yo vi como le volaban los dientes de un piñazo a un guardia. Los de Seguridad subestimaron la bronca de quienes estábamos allí. Faltaba poco para finalizar el primer tiempo y lograron romper algunas de las letras de Videla, pero nos quedaba el retrato de Videla que seguimos exhibiendo y sacando cada vez que la pelota iba para ese lado”.
Aquí, en la Argentina, las escenas eran de exorcismo. Para “tapar” la zona del televisor donde se veía el cartel, los técnicos de la dictadura desplegaron un telón censor que tuvo distintas formas en los pliegues de nuestra memoria.
Para muchos de aquellos televidentes de treinta años atrás, fueron varias tiras negras (me incluyo). Para otros una sola. Para la contundencia de una prueba que terminamos de ver (treinta años después, observamos el video gracias al sensacional archivo de Gonzalo Bonadeo) se trató de una propaganda de Les Luthiers que desde Canal 7 se movía desde la pantalla tratando de colocarlo encima de la bandera “Videla asesino”.
Cappa comenta: “yo había ido a ver a Maradona, pero me puse a colaborar con los otros muchachos con las pancartas. El periodismo cómplice argentino no dijo una palabra de lo que ocurrió”.
En Suiza no sabían qué estaba ocurriendo con la transmisión. Los celulares eran sólo una fantasía que asomaban en la serie Viaje a las Estrellas. Sergio se enorgullece de la hazaña: “Todos los carteles estaban visibles, pero el que más jorobaba era el de ‘Videla asesino’. Después de la batalla, el partido siguió. La pregunta era cómo íbamos a salir del estadio. Temíamos una represalia. Decidimos salir muy juntos, organizadamente, y no tuvimos problemas. En la prensa suiza y en la prensa europea se habló mucho de esto. Recién unos días después, por teléfono, nos enteramos de lo que había pasado en la Argentina y que no habían podido taparlo, al menos por un rato se vio. Y quiero aclarar algo sobre Menotti: como grupo de refugiados nunca pudimos tener acceso a jugadores y al cuerpo técnico”.
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La segunda historia ocurrió en la semana siguiente. Con enojo nacionalista y oficialista, la mayoría de los conductores de programas de radio y TV estaban indignados con el “ataque antiargentino” de los exiliados. Negar las denuncias de quienes nos advertían de las torturas, los campos de concentración, los desaparecidos, era otro deporte nacional. Era como darle la espalda al refrán (“cuando el monte se quema, algo suyo se quema”).
La ingenua tropa comunicacional de Videla incluía a Mónica Cahen D’anvers (sí, la de Mónica Presenta, la de Telenoche) y a uno de los locutores de radio más famosos, Julio Lagos. Desde programas con alto rating se convocaba a un desagravio. La Selección argentina seguía su gira por Europa y le tocaba una parada en Roma, para enfrentar a Italia. La consigna desde los medios invitaba: “vamos a Roma, a demostrarles quiénes somos de verdad los argentinos”.
Un vuelo salió de Ezeiza. Costó 150.000 dólares. Colmado. Iban Mónica y Lagos. Y un pasaje de clase media que prometía evangelizar a los italianos y a la prensa europea sobre “la Argentina en paz en la que vivimos”. El almirante Lacoste los esperaba en Italia con las entradas en la mano. En Roma, dos tribunas daban cuenta de nuestra historia moderna. En una, los del avión. En otra, los exiliados, contando la verdad.
Nuestros enviados especiales nada dijeron. Algo era peor: la revista Siete Días tituló “un triunfo argentino” al viaje de quienes habían partido para responderles a los “marxistas”. Años más tarde, generoso con mi culpa ciudadana, y esperanzado en contar aquello que nadie quería recordar, titulé una nota: “El charter de la vergüenza”.
“Me diste sin asco –me dice Julio Lagos en una confitería de Barrio Norte, años después -. Nosotros no alquilamos ningún charter, la gente iba sola. Y te la agarraste conmigo y con Mónica, pero nada decís de Juan Alberto Badía que también invitaba. Es muy injusto. En ese vuelo llevábamos banderas argentinas, no banderas a favor de Videla ni a favor de la dictadura”.
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La tercera historia fue una repetición, agravada, de los patéticos momentos del Mundial 78. En septiembre de 1979, mientras se jugaba el Mundial Juvenil en Japón, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos llegó al país extenuada por la infinitud de las denuncias argentinas.
Miles de expedientes decían lo mismo: “lo secuestraron, lo torturaron, lo mataron¨. Venían a comprobar el horror. Eran largos días de fiesta futbolera. En las santas madrugadas otoñales las correctas familias argentinas seguíamos las diabluras de Maradona, Ramón Díaz, Barbas Calderón y Escudero.
Para nuestra prensa los Derechos Humanos parecían japonés básico. El triunfo en la final ante la Unión Soviética sepultó las ilusiones de los viajeros extranjeros. La Comisión, ya ignorada, fue doblemente ignorada.
Con el trofeo en las manos de Diego, Videla y sus canallas se agrandaron. Qué mejor para un censor que una Copa del Mundo. Maná para los generales. Videla dialogó con Menotti por Radio Rivadavia. Lo felicitó. Menotti le dijo desde Tokio “en nombre del fútbol argentino, mucho éxito en su gestión”.
Al cortar, la cuadratura verde oliva pensó un operativo. Que los pibes llegasen lo más pronto de Japón para que una Plaza de Mayo colmada los esperase en horarios populares. Los futbolistas encarnaban el triunfo “de la Argentina en paz ante el enemigo de la patria”.
Todo ese bochorno, ignorado por la mayoría de periodistas, fue retratado por el único cronista que se animó a exigir un espacio en la redacción para cumplir con los viejos principios de nuestro oficio. Recuerdo aquella noche, cuando volvimos de las calles a Clarín y Oscar Raúl Cardoso no podía creer tanto servilismo. Era tal su enojo, que le concedieron media página: “Mirtha Legrand, en tanto, sonreía y hacía sonar una campanita. Las emisiones continuaban desde exteriores y Lagos y Muñoz instaron al público que recorría incesantemente las calles céntricas a desplazarse a la Avenida de Mayo”.
En un reportaje del periodista Roberto Koira a Jorge Piaggio, el defensor de Atlanta que integraba el Juvenil admitió: “La movida del regreso de Japón fue muy rara. Nosotros festejamos en Tokio y se ve que vino un tubazo: ´Hay que volver´. No teníamos idea de quiénes eran los de la Comisión Interamericana. Nosotros teníamos toda la inocencia del mundo. Llegamos a Río y para el trasbordo nos esperaba un avión militar esperándonos, no uno de línea. Ni siquiera pudimos recoger las valijas. Llegamos a Aeroparque a las 6 de la tarde. Atando cabos, uno se da cuenta de que querían llegar a la hora en que la gente salía de sus trabajos para armar la fiesta. Si hubiéramos llegado a las 3 de la mañana, no habría sido lo mismo. Dos helicópteros del Ejército nos llevaron a la cancha de Atlanta, y los familiares en micro también se dirigieron hacia allí. Bajamos, un beso a los parientes y al micro para la Casa Rosada, a saludar a Videla y después a la AFA. Tiempo después me doy cuenta de que todo había sido manipulado, pero en ese momento… Nosotros teníamos toda la inocencia del mundo. Está bien, te hace bien al ego, fue muy lindo e inolvidable, pero… Pensar que tengo la foto en la cual aparezco dándole la mano a Videla…”
Un primo de Piaggio, conscripto en Santo Tomé, estaba secuestrado. Al llegar a su pueblo (Conesa) para los festejos, Piaggio se enteró que su tía había sufrido la represión en Buenos Aires junto a las Madres de Plaza de Mayo. Los amanuenses de todas las provincias ya habían iniciado el llamado al desprecio Fue cuando José María Muñoz nos gritó desde el 630 de la radio que teníamos que ir a la Plaza de Mayo. “A demostrarles a esos señores de la Comisión que los argentinos somos derechos y humanos”.
Graciela Lois, de Familiares de Detenidos y Desaparecidos, no olvida esos días. “Cuando fuimos a la sede de la OEA para hacer las denuncias había demasiada policía, y por otro lado demasiado medios acreditados que llevaban nombres raros, como la agencia americana de noticias. Era evidente que eran servicios. Nos hostigaban después del triunfo del Juvenil; fue vergonzoso, pero no se nos movió un pelo, aparecían con un auto y te frenaban encima. Tuvimos una compañera liberada que había regresado al país, y decidió hacer la cola para denunciar su caso. Se ve que la reconocieron, la siguieron y la secuestraron. Apareció muerta en San Fernando”.
Por entonces, un pañuelo blanco, una hoz y un martillo, bastaban para que un verdugo, o un alcahuete, entrase en escena. 1979. ¿Qué nos había pasado? ¿O es que para explicar semejantes desatinos debemos estudiar si el síndrome de Estocolmo también explica a ciertas sociedades? 1979. Qué bello sería corregir la historia.
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*Esta nota fue publicada originalmente en el número 17 de Un Caño, de septiembre de 2009.