A comienzos de la gestión macrista, Javier González Fraga explicó que las aspiraciones de un “empleado medio” de comprarse un televisor de última generación, un celular o de viajar al exterior eran meras ilusiones sin sustento en la economía real. Pulsiones fraudulentas disparadas por el “sobreconsumo” de la etapa populista. Quizá sin ánimo de teorizar –sino de refrescar la normalidad social, el sentido común–, el presidente del Banco Nación reproducía la pedagogía platónica de la alegoría de la caverna. Es decir, nos advertía que habíamos vivido en un mundo de apariencias y que, como los encadenados de Platón que confundían las sombras proyectadas en la pared con el mundo concreto y verificable, debíamos enfrentarnos a la luz. A la verdad. Y llamar al pan, pan, y al vino, vino.
Algunos –algunos con celular inmerecido incluso– encontraron sensatez en tales palabras. No porque hubieran hecho cálculos distributivos, sino por la asimilación de clichés históricos. Porque aprendieron, aprendimos, que ciertos consumos no forman parte de los derechos del asalariado medio. Y transgredir el escalafón solo puede derivar en crisis económicas, que es como termina siempre el sistema de dádivas impulsado por el populismo. Se trata de la misma racionalidad que lleva a convalidar la multiplicación por quince del precio de las tarifas de luz y gas como un sinceramiento ineludible. La sinceridad, ya lo sabemos, a veces hace daño. No es que se privilegie la rentabilidad empresaria al aplicar medidas tan incómodas; se apunta al orden esencial que hace funcionar a las sociedades serias, es decir libres de desviaciones demagógicas.
Hasta aquí, el empleado medio está dispuesto a suscribir el discurso restrictivo. Y además de renunciar a la renovación periódica del celular, pasa a las segundas y terceras marcas, deja de comprar ropa, de comer en bares y restaurantes, de proyectar vacaciones, de derrochar en entretenimientos, de estar inscripto en el plan familiar más barato de la medicina prepaga. Cambia de vida, con la certeza de que cierta carestía –razonable, pues es menester pagar la orgía del pasado– no afecta el núcleo duro –ese sedimento simbólico– de su identidad de clase media.
Pero con el galope incesante de los precios, sobre todo de la comida, el derrumbe previsto del salario y el índice de pobreza en el 35,4 por ciento, según la última medición, al empleado medio de González Fraga lo invade la zozobra. Y, mientras una gélida corriente eléctrica le recorre el espinazo, se pregunta como nunca antes por la firmeza del suelo que pisa. Por la verosimilitud de su sistema de creencias y expectativas. Se pregunta si su capital intangible y su red de relaciones y su historia laboral y su formación y su buen gusto y el crédito que todo eso supone son suficientes para aventar el riesgo de ser pobre. De ser íntegramente otro. Si el nivel de ingresos, que apenas empata con la canasta básica, y las privaciones pueden definir una nueva subjetividad.
Y acá llegamos a la letra chica de las admoniciones de González Fraga: todo lo que el empleado medio suponía sólido se desvanece en el aire. Al igual que alguna intelectual de izquierda de moda, este gobierno –tan iletrado que parece– ha tomado nota, a través de Freud, de que “no existen identidades esenciales sino solamente formas de identificación; la historia del sujeto es la historia de sus identificaciones y no hay una identidad oculta que debe ser rescatada.”
Cuestionar algunos blasones como el celular flamante y el viaje a Brasil es solo el comienzo de la operación destinada a dinamitar construcciones culturales más complejas y arraigadas. La idea es que, al final del camino, el nuevo pobre no se reconozca como la víctima de una gestión depredadora y del fundamentalismo de una elite, sino que asuma –como un movimiento razonable de la dinámica social, es decir con resinación y entereza– una identidad distinta, más afín a su origen y sus méritos.