En 1884 el meridiano de Greenwich se convirtió en el referente para estructurar los husos horarios de todo el planeta. Exactamente un siglo después, a dos kilómetros del observatorio que desde el sureste de Londres marca el reloj de toda la humanidad, el tiempo estaba a punto de detenerse para una comunidad futbolera.
La gente del Charlton Athletic, entonces en segunda, veía como su hogar se caía a trozos. Quizá no tuviera la mística de otros campos londinenses, pero definitivamente The Valley era más que un estadio. Y en 1984 amenazaba ruina. Excavado por los propios aficionados sobre un arenal del Támesis en los meses posteriores al final de la Primera Guerra Mundial, The Valley supuso el primer campo estable del Charlton. A falta de escombrera, los hinchas apilaron la arena a los lados del terreno de juego, dando lugar a unos terraplenes que servirían durante décadas como tribunas peladas. Esa sensación de hondonada fue la que le bautizaría con un término, el valle, que no se correspondía con su ubicación en plena llanura londinense. The Valley no tenía nada que ver con los templos con los que el arquitecto escocés Archibald Leitch iba moteando el mapa futbolero de las islas en aquellos años. Solo en Londres, Leitch puso la firma en los planos de Highbury, the Lane, Stamford Bridge y Craven Cottage. Mientras la elite de la ciudad le encargaba gradas con voladizo al arquitecto estrella, el Charlton jugába dentro de un montículo de arena apilada por su gente.
Su gente. La misma que generación tras generación mantendría un intenso nexo emocional con The Valley. Paradójicamente, esa falta de planificación lo convirtió en uno de los estadios de mayor capacidad en la Inglaterra de entreguerras. En un fútbol popular, sin pretensiones ni controles, más de 70.000 personas se apiñaban en The Valley para ver a un conjunto que vagaba entre segunda y primera. Esas masas celebraron el subcampeonato de liga de 1937 y el título de copa de 1947, dos muescas de gloria en un historial por lo demás vacío. Porque las décadas posteriores marcarían un declive acelerado. Charlton, con su equipo ascensor y su estadio anticuado, no constituía el mayor atractivo del Swingíng London. En 1967 un promotor incluso planteó construir un circuito alrededor del terreno de juego para celebrar allí carreras de coches. El fútbol ya no era suficiente: de los 40.000 espectadores que de media iban a The Valley en los 40 se pasó a los 5.104 de 1985. Y entonces se detuvo el reloj del Charlton. En mayo de aquel año, dos sucesos sacudieron al fútbol británico: un incendio en el estadio del Bradford acabó con la vida de 56 aficionados y, dos semanas después, los ultras del Liverpool provocaron un alud en plena final de la Copa de Europa que mató a 39 hinchas de la Juventus. Gradas anticuadas y llenas de hooligans. Inglaterra reaccionó endureciendo las normativas de seguridad.
El Charlton, que un año antes se había declarado en bancarrota, simplemente no podía renovar The Valley. Así que a comienzos de la temporada 85-86 se mudó a Selhurst Park, hogar de su rival Crystal Palace. Era la primera vez en 36 años que dos equipos ingleses compartían estadio desde que el Manchester United jugase cuatro temporadas en Maine Road mientras se reconstruía Old Trafford tras los bombardeos nazis. Pero en 1988 los aficionados volvieron a The Valley. Desbrozaron las viejas gradas de tablones de madera, asientos inservibles y vegetación: todo ardió en una gran pira ubicada en el centro del campo. Como en 1919, las manos de los hinchas iban a darle vida al estadio del Charlton. Y cuando el ayuntamiento de Greenwich denegó el permiso para reconstruir el estadio, los seguidores reaccionaron de forma insólita: crearon su propio partido político para participar en las elecciones de 1990. El único punto del programa de The Valley Party era obvio: renovar el hogar del Charlton para que el equipo regresara de su doloroso exilio. No ganaron las elecciones, pero consiguieron un digno 11% de los votos. Y algo más importante: el nuevo alcalde de Greenwich aceptó la reforma. El 5 de diciembre de 1992, a dos kilómetros del observatorio que desde el sureste de Londres marca el reloj de toda la humanidad, el tiempo se reanudó para una comunidad futbolera: después de siete años, el Charlton Athletic volvía a casa. Y allí sigue.
Texto publicado en la revista española PANENKA #70 – Enero 2018