El desprecio por la gente de clase trabajadora que se fraguó bajo el thatcherismo había alcanzado su terrible cénit en el Desastre de Hillsborough. Hoy el fútbol sigue ofreciendo claves del drástico cambio de mentalidad durante las últimas tres décadas. Examinando lo que ha sucedido en la pasión deportiva tradicional de la clase trabajadora británica, podemos hacernos una buena idea del impacto cultural del odio a los chavs. El “hermoso juego” se ha transformado hasta quedar irreconocible.
Aunque los principales clubes hace tiempo que se alejaron de sus orígenes –el Manchester United, por ejemplo, fue fundado por ferroviarios-, seguían estando profundamente enraizados en comunidades de clase trabajadora. Los futbolistas solían ser chicos reclutados en el área local del club. A diferencia de los mimados plutócratas en que se han convertidos algunos de los jugadores de la Premier League, durante gran parte del siglo XX “los futbolistas muchas veces andaban peor de dinero que las masas que los miraban los sábados desde la grada”, como ha escrito el hijo del futbolista Stuart Imlach (1). A principios de los años cincuenta, había un sueldo máximo para los jugadores de solo 14£ semanales durante la temporada –no muy superior al salario medio de un obrero- y solo uno de cada cinco jugadores tenía la suerte de ganarlo. Los jugadores vivían en “casas vinculadas” propiedad de los clubes, de las que podían ser desalojados en cualquier momento. No es de extrañar que un futbolista, en su intervención en el Congreso de Sindicatos de 1955, se quejara de que “las condiciones laborales del futbolista profesional recuerdan a la esclavitud”.
El fútbol ha pasado de un extremo al otro. Los fríos vientos de la economía de libre mercado se habían mantenido alejados en gran medida del mundo del fútbol durante los años ochenta, pero en la década siguiente golpearon con furia vengadora. En 1992, los veintidós clubes de la antigua First Division se escindieron para crear el Premier League, lo que les eximía de tener que compartir ingresos con los otros clubes de la liga. Parte del nuevo espíritu comercial consistía en excluir a muchas personas de clase trabajadora del estadio. En su Programa para el futuro del fútbol, la Federación de Fútbol afirmó que este debe atraer a “más consumidores pudientes de clase media”. (2)
Cuando se abolieron los viejos graderíos tras el Desastre de Hillsborough, las entradas de pie, más baratas, desaparecieron. Entre 1990 y 2008, el precio medio de una entrada de fútbol subió un 600% más de siete veces que el índice de todo lo demás. (3) Esto resultaba absolutamente prohibitivo para mucha gente de clase trabajadora. Pero algunas destacadas figuras del mundo del fútbol no solo no eran conscientes de ello, sino que lo celebraron. Como dijo el ex seleccionador inglés Terry Venables:
“Sin querer parecer clasista o desleal a mis orígenes de clase trabajadora, es probable que el aumento en el precio de las entradas excluya al tipo de gente que está dando mala fama al fútbol inglés. Hablo de los jóvenes, en su mayoría de clase trabajadora, que aterrorizan los campos de fútbol, los trenes, los ferris y los pueblos y ciudades por toda Inglaterra y Europa”.
La demonización de la clase trabajadora se estaba utilizando para justificar la subida en el precio de las entradas y, de paso, excluirla. Al mismo tiempo, el fútbol se convirtió en un gran y lucrativo negocio. A principios de los años 90, la BskyB de Rupert Murdoch firmó un acuerdo por valor de 305 millones de libras por los derechos exclusivos de la nueva FA Carling Premiership. En 1997 firmaron otro contrato de cuatro años por valor de 670 millones de libras. No solo se excluye económicamente de los estadios a muchísima gente de clase trabajadora: muchos ni siquiera pueden ver jugar a su equipo, a no ser que se gasten un dineral en un canal de pago. Mientras tanto, la ingente cantidad de dinero que se mueve en el fútbol ha desgajado a los equipos de sus comunidades locales. Los altísimos traspasos hacen que jugadores llegados de cientos o miles de kilómetros de distancia dominen los principales equipos. Los clubes se han convertido en los juguetes de especuladores estadounidenses y oligarcas rusos. Y con jugadores que ganan hasta 160.000£ semanales, están completamente desligados de sus raíces de clase trabajadora. El diputado laborista Stephen Pound lamenta la pérdida de este icono de la clase trabajadora. “Si miras a los héroes de la clase trabajadora –gente como Frank Lampard o David Beckham-, ¿qué es lo primero que hacen? Se mudan de las zonas de clase trabajadora a Cheshire o Surrey. No tienen la suficiente confianza para ser fieles a ella”.
Es el peor insulto. Un deporte que durante tanto tiempo estuvo en el centro de la identidad de la clase trabajadora se ha transformado en un bien de consumo de la clase media controlado por millonarios arribistas. Caricaturizar a todos los aficionados de clase trabajadora como ultras agresivos obsesionados con la violencia ciega ha proporcionado una excusa para excluirlos.
Notas
1. Gary Imblach, My Father and Other Working-Class Football, Londres, 2005.
2. Jason Cowley, The Last Game: Love, Death and Football, Londres, 2009.
3. Ibid.
Capítulo extraído del libro Chavs – La demonización de la clase obrera. Editorial Capitán Swing 2012.
-Para los que estén interesados en conocer el pensamiento de Owen Jones recomendamos esta entrevista que le concediera a la revista española Jot Down.