De estas tres personas hay una que usted conoce, otra que puede conocer con cierto esfuerzo y a la otra seguro que no la conoce.
Me voy a ocupar de esta última. Remera rayada, pantalón claro, barba negra, mirada hacia arriba. Se encuentra entre Fidel Castro y Fernando Signorini, el rubio preparador físico que ayudó siempre a Diego Maradona, y no sólo en lo físico.
El muchacho se llama Carlos Bonelli y es mi compadre. Desde los tiempos en que ambos, atormentados por un pasado católico, creíamos que a los hijos había que bautizarlos, aún cuando arañábamos el marxismo-leninismo.
La foto es de fines de julio de 1987. Carlos llegó a La Habana acompañando a Diego Maradona quien por primera vez se encontraría con Fidel, desatando desde allí una fidelidad e idolatría por el líder cubano que nadie esperaba.
Pero ¿por qué Carlos estaba en ese lugar?
Para fines de 1986, no quedaba duda sobre el planeta acerca de quién era el mejor deportista del año. Maradona había deslumbrado al mundo desde las alturas de México. La agencia cubana de noticias Prensa Latina, lanzaba como todos los años una encuesta entre periodistas para elegir “al mejor deportista del año”.
Habitualmente los premiados surgían del ambiente amateur u olímpico. Atletas, nadadores, judocas, boxeadores, muy rara vez un futbolista profesional. Pero la locura maradoniana era tal que a los votantes no les quedó otra: el más grande era Maradona.
Menuda tarea para los colegas cubanos. Había que llegar al Diego megaestrella mundial. Por entonces, Bonelli, periodista del matutino La Razón que manejaba Timerman, tenía buena línea con los periodistas de la Isla, a quienes había tratado durante la cobertura de la Copa del Mundo 86. También mantenía cordiales relaciones con Maradona.
Pero Diego, aún no era el Diego Comandante.
Bonelli pidió ayuda al compadre, y el compadre corrió a socorrer.
Fuimos juntos a verlo al departamento de la calle Correa, cerquita de la ESMA, en el mismo edificio donde vivía Moria Casán. Mi relación provenía de los tiempos de la adolescencia, cuando la vida en Clarín iba paralela a la vida de Diego en Argentinos Juniors y Boca. Decían que Diego me quería. Y yo a él.
Le propuse a Carlos una estrategia: le hablaríamos de la belleza de las tierras cubanas, de las playas, de la tranquilidad y la paz, de la importancia de un premio sencillo, de tantas cosas… menos de política. Bonelli ya me había advertido: “mirá que Diego no quiere viajar porque teme que lo usen políticamente, que digan que apoya al comunismo”
Eran los tiempos de la Guerra Fría, los últimos tiempos de la Guerra Fría y del mundo dividido en dos.
Uno sabía que Diego venía girando hacia la izquierda. Su admiración y orgullo por el Che en Italia, cuando me contaba que se le ponía la piel erizada al observar en las manifestaciones de los obreros tanos las banderas con el rostro de Guevara. Meses antes, su condición de líder sindical asomó en México cuando protestó los horarios calcinantes de los partidos bajo el sol del mediodía durante el Mundial.
Hablamos de muchas cosas. Bonelli iba por un lado, este cronista iba por otro. El abordaje doble parecía no dar resultado, hasta que Diego se paró y dijo: “bueno, sí… voy a Cuba, pero con una condición”. “¿Cuál?” preguntamos a dúo. “Llevo a siete mujeres”. Cuando estábamos a punto de esgrimir argumentos en contra, señalando recato y decencia, Maradona se rió a su manera: “La Tota, Claudia, Dalma, mi hermana…” y siguió enumerando.
Las viajeras y viajeros (varones fueron Maradona y Signorini) partieron a La Habana el 23 de julio de 1987. Carlitos Bonelli viajó con ellos y comenzó sus crónicas para el diario en el que trabajaba pero, cada noche, yo lo llamaba a su habitación en el Hotel Habana Libre para que me contara. Clarín no podía permitirse silencios, pese a la censura de Morales Solá.
“Diego recorrió las calles de La Habana y estaba admirado porque no vio chicos descalzos en ninguna parte”, me gritaba por el auricular una noche.
“No sabés Pablo, Diego está enloquecido. Va a la playa con su familia y nadie lo molesta. Parece que Fidel dio la orden que nadie se le acerque a diez metros de distancia y nadie lo jode, puede meterse al agua tranquilo”.
Hasta que llegó el día, calculo que alrededor del 28 de julio. “¡Pablo… Fidel recibió a Diego, le regaló la gorra, y se la autografió para que nadie le dijera que era una gorra cualquiera”
– ¿Y vos estuviste allí adentro Carlitos?
-Claro, hablé con Fidel… y me regaló unos libros.
-Qué orto que tenés hermano.
El resto de la historia entre Fidel y Maradona es muy conocida. Estaban a punto de cumplir 30 años de abrazos y amistad sellada con la conciencia.
Cuando Diego, en este noviembre maldito, llegue a La Habana para los funerales de Fidel, unas cuantas lágrimas recorrerán nuestro pasado.
Gracias Bonelli, vos lo hiciste. Gracias compadre…