La película After Life, del japonés Hirokazu Kore-eda, fue estrenada en 1998 y supone una belleza oriental. El planteo es dulcemente espiritual y parte de una pregunta sencilla: “Si uno tuviera que escoger un solo recuerdo de  su vida para llevárselo consigo después de la muerte, ¿cuál elegiría?” Ahí estoy, con mi hijo Juan, abrazado locamente, bajo la luna llena que asoma naranja sobre el cemento del Cilindro: el Chelo Díaz acaba de colocarla suave al palo izquierdo del arquero Campaña y nos abrazamos fuerte, riendo. El festejo es pura catarsis. Es un instante, porque faltaban algunos pocos eternos minutos para que terminara el partido. En mí, las dos expulsiones activaron una nefasta memoria emotiva que determina que en Racing, cuando algo está bien puede durar un suspiro y cuando algo está mal, puede terminar peor. Hasta el pitazo final no logró liberarme. La dos rojas en un clásico que pintaba para baile me retrotrajo a las décadas aciagas del “aunque ganes o pierdas no me importa una mierda”, un canto resignado camuflado de estoicismo.  Pero ahora la cancha es fuego, masa, bandera, ya me abracé con Juan, con su amigo Luca y su padre. Los jugadores se apilan en el césped y también estiran a más no poder el momento. Para hacer tiempo y por puro goce. Lo tomo de los hombros a Juan, lo sacudo, lo lleno de besos, nos miramos a los ojos, asoma alguna lagrimita que neutralizamos cuando ya disfónico le grito: “Enano… ¡Tu primer clásico! ¡Cuánta felicidad! ”. Y volvemos a reír como idiotas.

Ahora frente a TyC, en un panel en el que disertan módicos  ídolos de mi época como Hugo Lamadrid y Nacho González, ya relajado, pienso en la película After Life, y en la muerte y en los recuerdos futuros. ¿Qué tipo de nostalgia estamos cimentando en el presente? ¿Qué es la paternidad, qué un legado? ¿Qué se toma y qué se da? ¿Qué heredé yo? Leo por ahí  apuntes sobre la herencia. Heredar es descubrir que me convierto en lo que siempre he sido. La herencia es la reconquista de lo que fue mío desde siempre.

Voy a la cancha desde que tengo 5 años. Primero de la mano de mi abuelo y después con mi hermano, ya liberados de la tutela de mayores. Mi abuelo fue tal vez la persona más buena del mundo y por una conjunción de azares ocurridos a principios del siglo XX los  Del Mazo-Ghiorzi-Donegana somos de Racing. La historia familiar se despliega dentro de un triángulo catastral que comprende Florida, Saavedra y Núñez, barrios con preponderancia de hinchas de River, Platense y Defensores de Belgrano. Un día, un angelado día, el padrino de mi abuelo lo invitó a la cancha de Racing.

En aquellos años un viaje desde Florida hasta Avellaneda llevaba casi dos horas. Había que caminar diez cuadras hasta la Estación Aristóbulo del Valle del Ferrocarril Belgrano, tomar un lento tren hasta Retiro y después un colectivo hasta el centro de Avellaneda. Hacia allá fue mi abuelo: era un chico de diez años que simpatizaba vagamente con Platense. Racing  jugaba contra San Lorenzo, y dicen que Pedro Ochoa la rompió. Ochoa era un crack de los incomprobables años en blanco y negro. Le decían “El rey de la gambeta”. Carlos Gardel lo idolatraba y lo llamaba “Ochoíta”. Parece que mi abuelo volvió embelesado con ese player. No dijo nada, pero cuando alguien le preguntó de qué cuadro era en el medio de los picados de la calle Lavalle (siempre interrumpidos por la policía, el “vigilante de la esquina”, el botón que toca ronda, como dice el tango), no dudó: “Del Racing Club de Avellaneda”. No podía saberlo, pero estaba fundando una tradición, un profundo sistema de eslabones de dichas y fracasos.

Ahí estoy, gatillando el celular en la ya noche del domingo. Saco alguna foto, chequeo furtivamente mensajes con las ráfagas del mínimo wi fi que languidece entre la multitud. Hay grandes baches, el partido se detiene una y otra vez, el tiempo es cada vez más abstracto, la felicidad se eterniza y también acecha la posibilidad de que el sueño mute en pesadilla. Me atenazan los nervios. Leo un mensaje de mi amigo Miguel Frías: “Es una película. Todos cortados, sangrando”, empieza su texto, que continúa en reflexiones sobre estigmas y la evidencia del enroque de la desgracia entre Racing e Independiente. Miguel también es de la generación que sabe que estos partidos se perdían sobre la hora, él también está configurado para el sufrimiento. Somos, digamos, perros  apaleados. Gente curtida que contempló el mercado de papas en el estacionamiento y el equipo alquilado a Mendoza, que cantó hasta el hartazgo con el pecho inflado el “aunque ganes o pierdas”. Mi generación tiene la piel gruesa y no se acostumbra al hashtag de RacingPositivo. Por eso clamo para que todo termine de una vez. Una bruma cae desde el cielo. Esa niebla, no sé por qué, me recuerda a las batallas de la Libertadores por tevé.

Me llega un mensaje de Adrián Iaies, de Estudiantes, bilardista y una de las personas que más sabe de futbol. Está frente a la tele: “Qué épica. Qué partido. Prefiero un clásico así que un Bayer-Barcelona”, escribe. Ahora, abajo,  el partido es confusión y batalla, y se mezclan los tiempos: la venda en la cabeza de Cvitanich, Marcelo Díaz que come una banana como en un patio de Valparaíso, Javier García que a la vieja usanza hace tiempo impunemente, Nery Domínguez que emerge maltrecho como un héroe de mil combates, más Tata Brown que nunca. Hay hilos de sangre,  amontonamientos, golpes arteros o menores y un referí que perdió la chaveta y desparrama tarjetas.

Racing, el inofensivo y cansino Racing que juega mal –y más grave, juega aburrido- desde hace meses, salió del letargo y es un veterano equipo de guerreros. El comentarista lo acaba de decir en la radio: “Así se juegan los clásicos. A todo o nada. Racing lo entendió, Independiente no”. Viejos como el Licha López, Díaz, Pillud, se multiplican, despliegan la última fuerza en los espacios vacíos, disimulan una inferioridad numérica letal en el futbol profesional: 11 contra 9.

De pronto me acuerdo de mi padre, que era de Platense pero que seguía a Racing  por mi hermano y por mí (y nosotros seguimos al Calamar en sus milagrosas sobrevidas en Primera A). Ya estaba grande cuando lo convencimos de que aflojara con la tele y viniera a algunos partidos de la campaña de Mostaza Merlo de 2001. Con él me abracé con el gol de Bedoya contra River, como con Juan. Mi viejo lo comparó con el del Chango Cárdenas y dictaminó, in situ: “Racing ya es campeón”. Murió en 2018 y no hay día que no se me cruce en un pensamiento, una música, un aroma, una frase.

Al manipular la pasión, el fútbol debe ser uno de los negocios más abyectos del capitalismo. Hago un esfuerzo para mantener impoluto un sentimiento que, si se escarba un poco, es demencial. El corazón tiene razones que la razón no entiende y ahí estamos, una hora antes, viendo caer el sol sobre la cancha y después, atascados en la avenida Mitre, revisando jugadas que no vimos bien en el Flow del teléfono. En el medio, el folklórico sándwich de bondiola con mis sobrinos Mati y Fede, que van a la Popular. Juan está extenuado. Cruzo el puente, manejo por Independencia y me acuerdo del verso de Borges: “Solo me queda el goce de estar triste/ esa vana costumbre que me inclina/al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina”.

-¿Cuándo juega de nuevo Racing en Avellaneda, pa? –me pregunta.
-¿Sabés que no sé? Fijate en el celular.

Le paso el teléfono, teclea en la oscuridad del auto.

-Contra Ñuls… Vamos, ¿no?
-Claro.

Ya casi medianoche y encaro para la casa de su madre. La sensación es que está a punto de romperse un hechizo. Nos damos el último abrazo, me dice con una vocecita  “Chau, pa” y como me conoce me afirma preguntando: “¿Ahora vas a ver el partido de nuevo por tele, no?”

Me río, se ríe, lo alzo y le acaricio la cabeza. Vuelvo al auto y al poema: “Solo me queda el goce de estar triste, esa vana costumbre que me inclina al Sur”. La ciudad ya está vacía. Me acuerdo de la frase simple y asimismo inexplicable de un amigo: “Ser hincha de Racing es emocionante”. Giro la cabeza, observo con cierta melancolía cómo Juan se pierde en el ascensor, y pienso: “Cómo lo quiero al enano”.

Noto publicada originalmente en La agenda revista