hinchas350El domingo pasado decidí volver a la cancha. Hincha infiel, oportunista, sólo una final (o casi) podía moverme del living de casa y hacerme renunciar a las prístinas imágenes HD. Atlanta necesitaba ganarle a Flandria para salir campeón, un cometido que no era inaccesible en Villa Crespo. La posibilidad de la vuelta olímpica desentumeció mis fibras sensibles. Abandonar la pringosa B Metropolitana me parecía el fin de una condena. El paso a otra dignidad futbolística.

En consideración de la magnitud del partido, invité a mis dos hijas, adolescentes sin demasiado interés por la pelota, pero siempre curiosas por conocer de primera mano esa ceremonia de tanto renombre, ese mítico fervor que se concentra en la cancha. La calidad del partido no contaba como argumento de seducción para las chicas, sino la multitud que elaboraría una fiesta colorida y estruendosa.

Claro que ahí donde tantos vimos una alegría en ciernes, los dirigentes locales vieron además la oportunidad de multiplicar los exiguos billetes de las recaudaciones habituales. Por lo tanto, vendieron localidades como si el estadio erigido por don León Kolbowski tuviera las dimensiones del Maracaná. Hicimos cinco cuadras de cola –unos 45 minutos– para llegar a la entrada única de plateas. Y cuando estábamos a punto de someternos a las caricias del cacheo policial, un agente le dijo a la fila, a título de recomendación personal: “Mejor vayan hasta la calle Muñecas y acomódense en la segunda popular como puedan. Acá no hay más lugar”.

La pulsión burguesa resultó más fuerte que el consejo policial y nadie optó por hacinarse con la plebe en la tribuna. Pero el módico confort de la platea de Atlanta (250 pesos para los no asociados) se había evaporado tras una multitud que bloqueaba hasta los pasillos y escaleras. Con el juego a punto de comenzar, nos ubicamos en cualquier lado, a las apuradas. Y tuvimos que contentarnos con ver sólo parcelas del campo de juego y deducir lo que ocurría en otras zonas por el rugido de la tribuna.

El partido era malo. Y fue peor con el correr de los minutos. Pero a mis hijas no les importaba demasiado. Estaban contentas con su primera experiencia, con la excitación del caos. Además, hasta el último minuto abrigaron la esperanza de que se produjera el milagro y Atlanta acertara un gol que le diera el campeonato y el ascenso. Una lástima, pero no ocurrió. Por un motivo de sencilla comprensión: para hacer un gol es menester organizar mínimamente una jugada de ataque y, al cabo, patear al arco, acciones indispensables que el equipo conducido por Aníbal Biggeri jamás emprendió.

festejo flandriaEl silencio final, perforado por el festejo apenas audible de los futbolistas de Flandria en el centro del campo, era la manifestación perfecta del deseo segado. El público ni siquiera se permitía el pataleo. Atlanta no había hecho lo suficiente (casi nada, en realidad) como para vociferar al cielo en reclamo de justicia, por lo menos deportiva, para el mundo. Tampoco el árbitro se convirtió en chivo expiatorio; obró con lucidez y solvencia técnica. Hubo que aceptar, en suma, que las aspiraciones de la hinchada eran incompatibles con la mera realidad.

En medio de la lenta desconcentración, un finísimo cleptómano me dejó sin teléfono celular. Se deslizó en el bolsillo de mi abrigo con la sutileza de un concertista de piano. Fue la única demostración de habilidad en toda la tarde. Y cubrió el cupo de infortunios.

En las actividades compartidas con hijos/as, uno se tienta con ejercer la pedagogía. Es un reflejo bastante zonzo. Una pretensión autoritaria. Mejor no enseñar lo que nadie necesita aprender, me dije. Y, por lo tanto, me abstuve de bajar línea. De explicarles a mis chicas que nuestra excursión a la cancha era todo lo que un hincha debía rechazar. Que el cariño por el club no se mide por la resistencia al maltrato, la pésima organización, la inseguridad latente y los espectáculos de muy escasa jerarquía. Tampoco despotriqué contra los que fomentan el destino sufrido del hincha como un requisito, una demostración de aguante. Un futbolero cabal, sugieren, debe viajar mucho e incómodo hasta la cancha, luego padecer calor o frío y amontonarse hasta la asfixia, ver como el culo y sofrenar las ganas de mear o hacerlo en la pared. Eso sí, pagar carísima la entrada, igual que la hamburguesa y la Coca.

Tampoco expresé las asociaciones inevitables con el discurso político de exclusión y vituperio de las clases populares que circula a diario. Ya saben, el credo de Gabriela Michetti, entre otras voces recelosas y en pie de vindicta. Eso de que cualquier esperanza de confort y movilidad social por parte de los asalariados es insostenible. Fantasía populista. De igual modo se menosprecia a los hinchas: son giles sin derechos, comparsa en un hermoso show donde la guita, las poltronas mullidas y las transmisiones híper tecnológicas son para una minoría habilitada social y moralmente para tales goces.

Pensándolo mejor, una vez digerido el desencanto deportivo, quizá sí valga la pena discutir estos asuntos. Y no sólo con mis hijas.