El 24 de marzo de 1976, hace exactos 40 años, dio comienzo la dictadura más sangrienta que registra la historia argentina.
La devastadora ola de violencia estatal, sintetizada en los campos de concentración clandestinos, empezó con sigilo. A través de una serie de comunicados debidamente solemnes, en los que se anunciaba el flamante “control operacional” de la junta militar.
Curtidos en amenazas, asonadas y golpes castrenses, ni la población ni los líderes políticos reaccionaron de acuerdo con la gravedad institucional que supone el derrocamiento de un gobierno elegido democráticamente.
Otra vez sopa, fue la reflexión resignada de la mayoría, que, seamos sinceros, pensaba que los militares eran una alternativa razonable para encaminar el desmadre en que había derivado el gobierno de Isabel Martínez.
Aquel día, muchas actividades cesaron y la televisión alteró su grilla para privilegiar la información propalada por los golpistas. Sólo quedó en pie el fútbol.
En efecto, el amistoso que la Selección debía jugar en Polonia ante el equipo local fue lo único que se respetó de la programación prevista.
El equipo de Menotti, que se preparaba para el Mundial argentino, cumplía una gira en la que ya le había ganado a la URSS por 1 a 0, en una cancha nevada, con una memorable actuación de Hugo Gatti.
El partido en la ciudad de Katowice entrañaba un desafío de alto nivel, por cuanto los polacos habían terminado terceros en el Mundial celebrado dos años antes. La Selección ganó 2 a 1, con goles de Houseman y Scotta, y las imágenes llegaron hasta la Argentina con la voz de Fernando Niembro.
La dictadura dejaba en claro que el fútbol sería una de sus herramientas privilegiadas para arrancar de manera oblicua la adhesión popular. Una estrategia que tendría su demostración más palmaria y más eficaz durante el Mundial de 1978.
Pero, por otra parte, los generales se imponían un límite. Revelaban el tabú que acaso rondaba su imaginación llena de fantasmas bolcheviques y conspiraciones internacionales. Sus miedos atávicos. Con el fútbol no había que meterse. Lo demás era zona liberada al saqueo. Pero la pelota era un patrimonio sagrado, cuya integridad había que preservar.
Si el fútbol podía prestarles un servicio político, al mismo tiempo les señalaba una frontera de riesgo. Ese territorio impreciso, si era vulnerado, podía prohijar una rebelión. Dicho de otro modo: el pueblo jamás chistaría a menos que le tocaran el fútbol.
La interpretación despectiva es propia de militares obtusos y elitistas, que además sólo conocían las canchas por fotografías. De todos modos, la consideración de que el fútbol es el núcleo simbólico que estructura el alma argentina sigue vigente.
Lo interesante de la fecha es revisar el carácter netamente político que ha tenido el fútbol en diferentes etapas. Cómo ha sido discurso y espectáculo de proyectos antagónicos. El actual gobierno, por ejemplo, instituyó la televisación gratuita de todos los partidos de Primera, antes restringida a los que pagaban el abono a un sistema monopólico.
Me pregunto si ese carácter maleable lo hace paradójicamente apolítico. Es decir una esfera blindada, plegada sobre sí, donde cualquier complejidad se disuelve en una pasión específica. Donde se suspenden las categorías que usamos a diario para designar y entender el mundo.