El tiempo cambia todo. Los recuerdos son engañosos, mentirosos. Normalmente el pasado queda edulcorado. “Todo tiempo pasado fue mejor” dice una falsa frase genial y con poco de verdad. Por eso, cuando se trata de hacer una pintura de época recurriendo sólo a los recuerdos, hay que pisar con pie de plomo, ser cuidadoso. La tentación de caer en las exageraciones es mucha. Porque las sensaciones de aquel niño de 15 años están impregnadas por las vivencias de este tipo de 53.

La primera viñeta que aparece revolviendo la memoria de aquel tiempo tormentoso es la de la naturalización de algunos hechos que hoy por hoy serían inadmisibles. Subir al tren en San Antonio de Padua a las 7 y 20 de la mañana para llegar al colegio en Morón a las 8 menos cuarto era una costumbre diaria.

El Sarmiento era otro ferrocarril, era estatal, como ahora después de muchas idas y vueltas, y funcionaba a horario. No era Suiza pero la puntualidad era casi inglesa. El tiempo, decía, era contado. Siete y 20 llegaba el tren, tardaba 15 minutos en recorrer las tres estaciones y bajaba menos 25 en Morón con diez minutos de margen para recorrer las cuatro cuadras hasta el colegio. Ni un minuto más, ni un minuto menos, entre 1974 y 1978. Cinco años.

interior 1La diferencia sustancial fue que desde aquel marzo de 1976 y hasta el último día de cursada podía darse una requisa. Es decir, el tren se detenía en Ituzaingó, Castelar o Morón, un grupo de milicos nos bajaban a todos, nos ponían en una fila y nos pedían documentos. El que los tenía, seguía viaje, el que se los había olvidado, quedaba detenido en el mejor de los casos por 48 horas para averiguación de antecedentes. Me ocurrió una vez, ante la desesperación de mi madre, que me buscó por todas partes hasta encontrarme en la Brigada de Martínez.

Algunas veces la cosa se ponía más pesada y nos ponían a todos de espaldas, apoyados en el tren, con las piernas abiertas y nos revisaban para ver si llevábamos algo extraño (¿armados tal vez?). Yo era un pibe de 15 años, pero me atrapaban las generales de la ley. Viejos, mujeres y niños corríamos la misma (mala) suerte. ¿Cómo reaccionábamos? En mi caso con fastidio porque aquella situación desembocaba en media falta. Pero ni por las tapas se nos ocurría protestar. No eran tiempos para levantar la voz y menos todavía con un FAL apuntándote al medio del pecho.

Es el día de hoy que no puedo salir a la calle sin documentos. Pasaron 38 años y la marca quedó indeleble en mi cerebro. Es más, cada vez que mis hijas salen, les pregunto si llevan documentos y ellas me miran como si fuera un marciano.

Otra cuestión que aparece es cómo se vibraban hasta ese momento los golpes militares. No tenía todavía una conciencia política muy elaborada, pero leía los diarios y me interesaba lo que pasaba. Mi madre compraba La Opinión, de Jacobo Timerman, y mi abuelo La Nación, de los dueños de siempre.

En casa se hablaba de política y, recuerdo, se veía como lógico que cayera Isabel. Sólo mi tío Eduardo, peronista de ley, levantaba la voz en contra y la familia entera se peleaba con él. Eduardo trabajaba en ENTel y sabía de persecuciones. Alguna vez, incluso, en 1978, y en pleno Mundial, ante la atónita mirada del entorno familiar, Eduardo contó que desde su oficina de ENTel veía cómo aviones de la marina arrojaban cuerpos al Río de la Plata. Nadie le creyó. Eduardo murió en 1982, a los 41 años, de cáncer de pulmón. No fumaba. Cualquier asociación entre una cosa y otra no puede ser dejada de lado. La tristeza, la angustia y el dolor, enferman. ¡Y vaya si enferman!

La Triple A ya estaba en acción desde 1974 y mi padre (separado de mi madre) se había exiliado en Brasil poco antes de marzo del 76, ya que sus compañeros le habían anunciado lo que se venía. Yo lo veía muy poco a mi padre, por lo que no teníamos un diálogo fluido sobre lo que estaba ocurriendo o lo que estaba por venir.

Día a día se hablaba de atentados y se agitaba el fantasma del terrorismo y “la subversión apátrida”. Recuerdo que todo era un quilombo (o por lo menos eso pensaba yo influenciado por los medios de comunicación) por lo que se veía como natural que los acontecimientos viraran hacia un golpe de los militares. Es curioso: en aquellos años el Estado o grupos vinculados al Estado perseguían a la gente, la secuestraban y la mataban, pero no tengo registrado en mi memoria un sentimiento de miedo. La clase media se sentía segura bajo el amparo del Estado de Sitio, de la represión y con los centros de detención clandestinos a la vuelta de la esquina. Era como si no la rozara el horror. Aquel “algo habrá hecho” era escuchado permanentemente. La seguridad, tan reclamada y ansiada hoy por algunos sectores sociales, era patrimonio de unos pocos. No se hablaba de Estado de Derecho ni de garantías constitucionales.

De hecho, la secuencia de golpes militares, la interrupción de los procesos democráticos, era moneda corriente. Elecciones, golpe, elecciones, golpe, elecciones, golpe y así seguía el carrusel. ¿Hace falta que refresque la secuencia de lo ocurrido desde Uriburu hasta la dictadura del 76? Detengámonos sólo en los golpes: Uriburu tumbó a Yrigoyen en 1930, Ramírez a Castillo en el 43, Farrell a Ramírez en el 44, Lonardi a Perón en el 55, Aramburu a Lonardi el mismo año, Guido y las cúpulas militares a Frondizi en el 62, Onganía a Illia en el 66, Levinsgton a Onganía en el 70 y Lanusse a Levingston en el 71; por lo que se veía venir la foto habitual, con la diferencia de que nadie se imaginaba que la dictadura que llegaba sería la más sangrienta y salvaje de la historia. Todas habían tenido su carácter más o menos persecutorio, obviamente, pero ninguna había alcanzado el nivel de horror que sobrevendría con Videla y sus secuaces. Sin embargo, la sociedad asumió su destino con total naturalidad y, para comprobarlo, alcanza con repasar las tapas de los diarios del 23 de marzo o de los días siguientes (ver más abajo). En ninguno se habla de dictadura o se levanta una voz de alarma sobre el destino de la República, ni aún en los más progresistas.interior 2

También es verdad que, salvo los diarios y algunas radios, el resto de los medios de comunicación eran estatales, por lo que el control por parte del Gobierno de turno era mucho más sencillo. Los diarios, en muchos casos, eran socios de los militares y adherían al plan económico de la dictadura que llegaba, las radios privadas estaban dominadas por dueños y periodistas reaccionarios y los canales de televisión eran del Estado. En definitiva, la toma del poder caía por su propio peso y sólo aquellos que estaban más comprometidos en política se enteraban de la represión, de las persecuciones implacables y asesinatos de militantes, comisiones internas de las empresas, sindicalistas, periodistas díscolos e incluso de todo tipo de ciudadanos. Y ni que hablar del máximo invento de terror argentino: el robo sistemático de bebés. Raúl Alfonsín y las atrocidades de la dictadura del 76 ayudaron a entender que la democracia, con sus defectos e injusticias, siempre es una opción mejor que cualquier aventura de uno o varios dementes con revolver y uniforme. En definitiva, la percepción que tenemos hoy de las virtudes de la democracia no era moneda corriente allá por la década del 70.

Pasaron 40 años de aquel funesto día que inauguró no sólo la peor pesadilla de la historia argentina sino también que puso en su lugar en qué lado de la vereda nos tenemos que parar los argentinos para defendernos de la oscuridad.

A veces resulta patético escuchar que algunas personas (sobre todo cuando se trata de periodistas o políticos contemporáneos a quien escribe esta nota) dicen que hoy la Institucionalidad y la República están en jaque o que hay una grieta en la sociedad. O son mal intencionados o tienen amnesia. No hay punto de comparación entre aquel país y este.

Con esto no quiero decir, ni por asomo, que estamos viviendo en un paraíso o que todo está prefecto. Siempre hay decenas, centenares, miles de cosas para cambiar, mejorar y corregir. Hoy se puede estar de acuerdo con el Gobierno o con la oposición, se puede disentir, se puede discutir y salir a manifestarse. Se puede ser K o anti K. Se puede ser híper comprometido o prescindente. Se puede militar por una idea o vivir dentro de un ñoqui. O, incluso, se puede navegar en el inmenso abanico que existe en medio de todas esas dicotomías. Se puede, básicamente, ser libre para elegir. Nadie te pide documentos, te baja de un colectivo o un tren y te prepotea. En la televisión, radio, revistas o diarios se puede decir cualquier cosa a favor o en contra de la presidenta, del resto de sus funcionarios o de todo el arco opositor. Nadie te persigue o te mata por pensar diferente. ¿Es suficiente con sólo ser libres? No. Por supuesto. La democracia es un piso, no un techo. Y los 32 años sucesivos que llevamos cuidándola es el trampolín para pedir más. Mucho más.

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Para corroborar cómo se trataba periodísticamente en la década del 70 el derrocamiento de un gobierno democrático legítimamente electo, observemos algunas tapas de la época. La Razón del 23 de marzo es clara. No hay duda de lo que se viene. No hay ningún prurito en anunciar que se viene el golpe de Estado. En La Nación del 24 de marzo se informa que las Fuerzas Armadas asumen el poder y que se detuvo a la presidenta. Clarín del 24 de marzo, en la bajada justifica: “La prolongada crisis política que aflige al país comenzó a tener su decenlace esta madrugada…” La Nación del 25 de marzo informa neutralmente: “Disolvióse el Parlamento; remoción de la Corte Suprema, prohíbese la acción política y gremial; oportunamente se nombrará presidente”. ¿Condena? Bien, gracias. Clarín del 25 de marzo afirma en el segundo título: “El derecho de huelga quedó suspendido temporariamente” como si nada. Y baja línea de normalidad: “Reabrieron cines y teatros”. La Opinión del 25 de marzo informa asépticamente: “Gobierna la Junta Militar”. Era un diario progresista, el de Jacobo Timerman. Mostramos páginas interiores de La Opinión del 25 de marzo, que parecen casi un órgano de comunicación de la Junta. La Opinión del 27 de marzo no deja dudas. Y Clarín del 3 de abril muestra el plan de gobierno de la Junta. ¿Alguna crítica? No, por supuesto. Cualquier parecido con el neoliberalismo o con lo que se propone hoy desde los sectores de derecha, es mera casualidad. Un reapso que pone la piel de gallina. Nadie, pero nadie, osaba rebelarse o deslizar la más mínima crítica. Así era la conciencia democrática en la Argentina en los 70.

La Razon 23 de marzo

La Nacion 24 de marzo

Clarin 24 de marzo

La Nación 25 de marzo

Clarin 26 de marzo

La Opinion 25 de marzo

La Opinion 25 de marzo interior

La Opinion 27 de marzo

 Clarin 3 de abril