Éxodo al sur
Hace miles de años y durante miles de años también, convivieron las más diversas culturas en el fértil territorio del Desierto Arábigo, en las costas del Mar Mediterráneo. La privilegiada ubicación geográfica por la estratégica confluencia de Asia, África y Europa, convirtió al territorio en punto obligado de ocupación. Convivieron pacíficamente, a veces, diferentes culturas y religiones hasta que comenzaron a instalarse las religiones monoteístas, sembrando discordia y obligando a las poblaciones a enterrar a sus dioses y optar por alguno de los grandes dioses ajenos. La guerra definitiva había comenzado.
Hace cientos de años pero no tantos huía de Esmirna el joven judío León Esquenazi a causa de la persecución sufrida por parte del Sultanato del Estado Otomano. Dejó Turquía junto con su familia, salieron en tren rumbo a Europa cuando en la segunda noche de viaje, noche parda y encerrada por nubes negras, justo en la frontera con Bulgaria, cuando el tren se detuvo unos minutos, León fue a hacer un pis al prado y se distrajo en los ojos de un puma que lo miraba impávido. Nunca supo si el puma fue real o parte de su imaginación, pero sí fue real que ese pequeño retraso lo hizo perder el tren. Nunca más volvió a ver a su familia. Decidido, llegó con solo 21 años las costas de Cabo de Gata, en la zona andaluza de Almería. Comerciante como su padre, tuvo familia con la hija díscola de un terrateniente católico apostólico romano de la zona, la hermosa Joan Marín. León y Joan migraron a Chile a finales del siglo XIX a causa de la extendida miseria andaluza. La segunda bisnieta de la pareja, Patricia Joan Esquenazi Marín, salió exiliada de Chile en octubre de 1973 a causa de la dictadura militar para radicarse en Argentina. Patricia Esquenazi resultó ser mi vieja.
Hace más de 100 años, miles de jóvenes comenzaron a escapar de Palestina para librarse del servicio militar impuesto por el Califato Otomano Sunita. Cientos de miles de palestinos, sirios y libaneses migraron al sur de América. Hoy en día, Chile tiene la comunidad palestina más grande de Occidente con casi medio millón de descendientes. La mayoría se instaló en Chile entre 1900 y 1930. En el año 1920 fue fundado, en la ciudad de Santiago, el equipo Palestino.
Hace cientos de años pero no tantos huía de Kiev con 19 años la joven anarco-judía Sativa Epstein. La policía ucraniana había incendiado la biblioteca del barrio donde ella trabajaba. Salió por la ventana sin quemadura alguna y no paró de correr hasta llegar a Rusia. Ya en San Petersburgo, un día de extrema soledad como casi todos los demás, conoció al joven comunista y frustrado futbolista Abraham Klemperer. Fue amor a primera vista. Sativa se sentaba al lado de una cancha de tierra y miraba los partidos del campeonato del barrio, Abraham era suplente en su equipo y también miraba los partidos desde afuera. Un día, después de varias semanas, él decidió sentarse al lado de ella a mirar el partido.Miraron juntos para siempre hasta que zarparon, también juntos, en un barco hacia Argentina el día en que su equipo le ganó la final al equipo de la Liga Nacional-socialista ucraniana. Ese día se exiliaron casi todos los jugadores del equipo salvo el goleador, que fue detenido después del partido y de quien nunca más se supo nada. Klemperer no jugó ni un solo minuto de ese campeonato. El segundo bisnieto de la pareja, Jorge Luis Klemperer Epstein salió exiliado de Argentina en octubre de 1979 a causa de la dictadura militar para radicarse en México. Jorge Klemperer resultó ser mi viejo.
Hace casi cien años, cuando fue fundando el equipo Palestino, nadie imaginó lo que iba a significar un siglo más adelante. Palestino es un equipo chico si se lo mira desde la perspectiva chilena, pero es un equipo gigante si se lo mira desde la perspectiva internacional: actualmente tiene más hinchas en Palestina que en Chile y sus partidos se ven por televisión desde los áridos y bombardeados territorios palestinos que logran conectar la antena sin que el ejercito israelí se la desenchufe. Dicen que hay un comando secreto encargado específicamente de desenchufar antenas caseras.El equipo Palestino cuenta con el apoyo directo del presidente del Estado, Mahmud Abbas, y muchos de sus jugadores han jugado en la Selección Nacional Palestina. Su camiseta tiene los colores palestinos, rojo, verde y negro, su auspiciante es el Bank of Palestina, en el pecho luce orgulloso un mapa del territorio como era antes de la partición y creación del Estado de Israel en 1948, y el numero 11 de la camiseta 11 está formado por dos verticales y paralelas franjas de Gaza.
El partido prometido
Hace un par de meses, y por razones que no vienen a cuento, viajé a Santiago de Chile y tuve el gusto de vivir un suceso futbolero que fijó para siempre el proceso de aculturación en el que he vivido desde siempre, ese proceso que colecciona ya decenas de éxodos, y me selló como el converso definitivo que siempre he querido ser. Al día de llegar a Santiago, mi amigo Andrés Daie Hervias, chileno descendiente de sirios, me invitó a la cancha a ver un partido de la Copa Libertadores. El partido era Palestino contra Boca Juniors. Era una invitación, no poco capciosa para alguien que, en los papeles, era bostero, argentino y judío.
Hace 32 años, a los tres de edad, me enteré de que mi viejo era hincha de River y me hice hincha de Boca. Solo y únicamente por el instintivo placer de llevar la contra. Fui bostero a medias porque me crié en México y era hincha de los Pumas de la UNAM. Y así como fui bostero a medias, también fui argentino a medias porque aunque había nacido en la porteña clínica Bartolomé Mitre, me había ido del país a los tres meses de vida. Y así, como tenía que ser, más allá de mis apellidos Klemperer Esquenazi y de mis decenas de generaciones de antepasados sefaradíes y asquenazíes, también había sido un judío a medias porque en mi casa el ateísmo había sido siempre el credo dominante. O sea, la nada misma y el mundo por delante.
Hace 25 años ya, recuerdo, mi amigo mexicano Gabriel Davidof me invitó a su Bar Mitzvah.“¿Barmisqué?”, pregunté yo, pensando que había querido decir la palabra cumpleaños y le había dado un ACV justo antes de pronunciarlo. Con mi viejo fuimos, llegamos tarde, nos sentamos en la última fila, haciendo gala del perfil bajo a causa de la ajenidad y el desconcierto, cuando en la mitad de la ceremonia el rabino nos vio a lo lejos, hizo silencio, caminó hacia nosotros y nos pidió que nos sentáramos en la primera fila. No pudimos decir que no y tuvimos que sentarnos adelante y partir con las manos un enorme y blanco pedazo de pan, que vaya uno a saber la cantidad de significados que tendría. Qué lindo habría sido, pensaba yo, si pasaba eso mismo viendo un partido de fútbol en la cancha de los Pumas de la UNAM y el entrenador nos llamaba para que nos sentáramos con los jugadores suplentes.
Hace una eternidad me hace ruido eso de la pertenencia. Me parece por lo menos extraño que la pertenencia se funde sobre pilares inventados previo a la existencia de uno mismo. ¿Por qué pertenecer a algo que fue inventado por un montón de desconocidos; por qué reproducirlo; por qué eternizarlo? Decidí pertenecer eternamente a los no pertenecientes. Mi vida se tornó una diatriba contra la arbitrariedad. Y el partido de Palestino contra Boca, el rito de pasaje perfecto, la ceremonia pagana ideal que requiere todo dogma para expresar su existencia material; incluso, el de ser un converso. Demasiados mandatos invisibles abriendo falsos caminos. Más vale veleta que terco.
Sin embrago, y más allá de toda esta sanata que me estoy mandando, mi amigo Andrés me había invitado por una cuestión futbolera, no por una cuestión histórica. Era más por mi bielsismo y amor a los equipos chicos que por mis condiciones étnicas. Era simplemente para presenciar el valiente fútbol de un humilde equipo de las afueras de Santiago, que tenía su hinchada en territorios ocupados y que jugaba al fútbol. Y que a veces, jugando, ganaba.