¿Cuál es el sueño más frecuente de los empresarios, los tecnócratas, los burócratas y los ideólogos de la industria del fútbol? En el sueño, cada vez más parecido a la realidad, los jugadores imitan a los robots.

Triste signo de los tiempos, el siglo XXI sacraliza la mediocridad en nombre de la eficiencia y sacrifica la libertad en los altares del éxito. “Uno no gana porque vale sino que vale porque gana”, había comprobado, hace ya algunos años, Cornelius Castoriadis. El no se refería al fútbol, pero era como si.

1444499807_727237_1444501574_noticia_normalProhibido perder tiempo, prohibido perder: convertido en trabajo, sometido a las leyes de la rentabilidad, el juego deja de jugar. Cada vez más, como todo lo demás, el fútbol profesional parece regido por la Uenbe (Unión de Enemigos de la Belleza), poderosa organización que no existe, pero manda.

Ignacio Salvatierra, un árbitro injustamente desconocido, merece la canonización. El dio testimonio de la nueva fe. Hace seis años exorcizó al demonio de la fantasía en la ciudad boliviana de Trinidad. El árbitro Salvatierra expulsó de la cancha al jugador Abel Vacca Saucedo. Le sacó tarjeta roja “para que aprenda a tomarse el fútbol en serio”. Vaca Saucedo había cometido un gol imperdonable. Eludió a todo el equipo rival, en un desenfreno de gambetas, túneles, sombreros y taquitos y culminó su orgía de espaldas al arco, con un certero culazo que clavó la pelota en el ángulo.

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Obediencia, velocidad, fuerza, y nada de firuletes: éste es el molde que la globalización impone.
Se fabrica en serie un fútbol más frío que una heladera. Y más implacable que una máquina trituradora.

Según los datos publicados hace un par de años por France Football, el tiempo de vida útil de los jugadores profesionales ha bajado a la mitad en los últimos veinte años. El promedio, que era de doce años, se ha reducido a seis. Los obreros del fútbol rinden cada vez más y duran cada vez menos. Para responder a las exigencias del ritmo de trabajo, muchos no tienen más remedio que recurrir a la ayuda química, inyecciones y pastillas que les aceleran el desgaste, las drogas tienen mil nombres, pero todas nacen de la obligación de ganar y merecen llamarse exitoína.

El fútbol industrial, que la televisión ha convertido en el más lucrativo espectáculo de masas, impone un modelo único, que borra los perfiles propios, como ocurre con esas caras que se vuelven máscaras, todas iguales, al cabo de continuas operaciones de cirugía plástica.

Las comunidades indígenas disputan en Brasil su propio campeonato de fútbol. En la Copa del año 2000, el equipo de los indios makuxis llegó a la final después de jugar tres partidos seguidos a lo largo de ocho horas. La proeza se explica por los prodigiosos poderes de otra droga, que el fútbol profesional no puede pagar. Esa pócima mágica, que no tiene precio, se llama entusiasmo. La palabra no viene de la lengua de los makuxis sino del idioma de la Grecia antigua y significa “tener a los dioses adentro”.

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Dos mil quinientos años antes de Blatter, los atletas competían desnudos y sin ningún tatuaje publicitario en el cuerpo. Los griegos, fragmentados en muchas ciudades, cada cual con sus propias leyes y sus propios ejércitos, se juntaban en los Juegos Olímpicos. Haciendo deporte, aquellos pueblos dispersos decían: “Nosotros somos griegos”, como si recitaran con sus cuerpos los versos de La Ilíada que habían fundado su conciencia de nación.

Mucho después, durante buena parte del siglo XX, el fútbol fue el deporte que mejor expresó y afirmó la identidad nacional. Las diversas maneras de jugar han revelado, y celebrado, las diversas maneras de ser. Pero la diversidad del mundo está sucumbiendo a la uniformización obligatoria. El fútbol industrial, que la televisión ha convertido en el más lucrativo espectáculo de masas, impone un modelo único, que borra los perfiles propios, como ocurre con esas caras que se vuelven máscaras, todas iguales, al cabo de continuas operaciones de cirugía plástica.
Se supone que este aburrimiento es el progreso, pero el historiador Arnold Toynbee había pasado por muchos pasados cuando comprobó: “La más consistente característica de las civilizaciones en decadencia es la tendencia a la estandarización y la uniformidad”.


Publicado originalmente en el diario Página/12. Julio de 2002.