“Un desaparecido no puede tener ningún trata miento especial. Es incógnita. Es un desaparecido. No tiene entidad. No está. Ni muerto ni vivo. Está desaparecido”.
La pavorosa frase del dictador Videla, proferida en una conferencia de prensa en 1979, expresa como ninguna la gesta de un cobarde. Es un recorte perfecto de las aspiraciones de una organización criminal que, a contrapelo de la pobreza intelectual castrense, intenta diluir sus culpas mediante la creación de una categoría ontológica. Un refinamiento que sólo tuvieron en la sala de torturas.
Videla, con aires de catedrático, nos dice que entre el ser y la nada hay un limbo insondable. No es la vida, no es la muerte, no tiene origen ni gobierno. Por lo tanto, está fuera del alcance jurídico, así como de las responsabilidades éticas y políticas. Hasta en la etiqueta de desaparecidos resuena –en boca del asesino– cierta pretensión mágica. Una fuerza superior desmaterializó al enemigo. Así que no pregunten, no se puede hablar sobre lo que no existe.
Si bien esta escena de la dictadura sugiere un desafío filosófico, oficia de coartada fácil para quienes no son capaces de hacerse cargo de la sangre derramada. El esfuerzo que demanda es mayúsculo: obliga a tomar por entelequia los cuerpos flagelados, por reino incógnito las catacumbas donde se aplicaban los tormentos y se mataba en secreto.
Imposible que alguien comprara esta utopía miserable. Una matanza reducida a sucesos imaginarios. Sin matadores, sin relato ni revisión, sin justicia. Sin entidad. Videla no sólo niega sus actos como jefe de la maquinaria de exterminio; niega que el tendal de víctimas exista. Niega el carácter real del crimen. Una oda militar a la cobardía. Una oda a la cobardía militar (patrocinada por civiles). Una burla que tampoco prescribe.
Lo que hace indeseable la muerte del tirano es que el silencio ya es definitivo. Lamento lo que no dijo. El triunfo de la negación a la que se aferró como al rosario y la picana.
MEDALLA Y APLAUSO
Si aquel momento es el nudo discursivo de la dictadura, la expresión lacónica del sueño militar, el Mundial ‘78, que también tuvo a Videla en el centro del palco, propone un gran simulacro como espectáculo multitudinario.
Otra expresión de deseos, otra pirueta para embellecer con una medalla deportiva y el consecuente aplauso popular la destrucción y la muerte.
El Mundial organizado por Argentina nos somete a un dilema que perdura. ¿Fuimos, con nuestra ingenua pasión futbolera y nuestro cerrado apoyo al equipo de Menotti, una ayuda involuntaria a la permanencia de la dictadura, al éxito de la trampa llamada Mundial ‘78? La pregunta se extiende, claro está, a los protagonistas de aquel equipo, a los periodistas que batieron el parche y a tantos otros que, con diferentes grados de responsabilidad, hicieron posible tanto la obtención de la copa como la lectura de unidad nacional que se le dio a aquella victoria.
¿Qué podían hacer los futbolistas más que jugar al fútbol? ¿O acaso se les pedía a los carpinteros que dejaran de cortar madera y a los peluqueros que hicieran huelga de tijeras? Este argumento ofrece cobijo a todo el mundo. A hijos y entenados. Y tal vez sea justo. Sin embargo, debería existir alguna instancia -personal, colectiva- en la que las personas dejaran de hacer lo que hacen día a día. Prestarse a favorecer una causa criminal sería una de ellas.
De todos modos, la idea de recordar la copa de 1978 no es contarles las costillas a los protagonistas, circunstantes privilegiados y, mucho menos, al público en general con el fin de discriminar héroes y réprobos. Luego de treinta y nueve años, con toda la información disponible y el resultado puesto, sería desleal. Peor: sería inútil.
No vale nada la competencia de voces sentenciosas, de acusaciones cruzadas. Pero digámonos la verdad, alguna verdad que supere las excusas. No hagamos con facilidad y descuido las paces con el pasado.
¿Puede una competencia deportiva ser a la vez motivo de orgullo y un peso en la conciencia? La campaña de aquel equipo quizá merece una consideración elogiosa, sinceramente elogiosa. Aunque en mi recuerdo, los goles de Kempes, mi gran ídolo de entonces, parecen mera ficción y propaganda. Un cuento sin la gracia de las navidades.
En mi recuerdo, Videla, con sus pulgares en alto, gesto inequívoco del César, le gana a Kempes por afano.
FUSILES Y PELOTAS
Resulta arduo deslindar los intereses de la dictadura y el fútbol puro. La ignorancia de muchos de los actores, y principalmente de los hinchas, acerca de los horrores clandestinos de los militares tal vez explica el fervor irrestricto, el éxito político del Mundial. Pero también es conocido el relato de Hebe de Bonafini, presidenta de Madres de Plaza de Mayo: al mismo tiempo que ella lloraba en la cocina por el hijo desaparecido, su marido (quien sabía de las prácticas represivas del gobierno y era una víctima directa) celebraba los goles de la Selección frente al televisor.
De todos modos, no era necesario acceder a los campos de concentración para comprobar la destrucción económica y la supresión de las libertades que impulsaban los militares y sus empleadores civiles. Es probable que, aun a sabiendas del provecho que significaba un triunfo en el Mundial para los dictadores, el voluntarismo popular pretendiera resguardar el fútbol como si fuera un tótem, un objeto sagrado a salvo de las contaminaciones sociales y los alcances de la muerte. Aislarlo de los usos del poder. No asignarle (ni permitir que se le asignara) otro sentido que el de la provisión de alegría y autoestima.
Gobernara quien gobernara, cayera quien cayera, los ritos del hincha permanecerían intactos, regidos por la pelota y su mundo simbólico autárquico. El debate retrospectivo seguirá abierto. Por suerte.
En cualquier caso, lo que no se puede negar es que el Mundial argentino fue el apogeo tanto del equipo de Menotti como del triunvirato de sátrapas que controlaba el país. El día mismo del golpe, el 24 de marzo de 1976, los militares se ocuparon de que se mantuviera en la agenda televisiva el partido que debía disputar la Selección ante Polonia. Fue de lo poco que dejaron en pie.
Luego, con el acompañamiento de la FIFA (su presidente, Joao Havelange, hizo muy buenas migas con el vicealmirante Carlos Lacoste y hasta lo nombró vicepresidente de la entidad con sede en Suiza), los militares se abocaron a la realización y refacción de estadios en apenas dos años para cumplir con el compromiso asumido. Para eso destinaron un presupuesto nunca verificado y manejado en forma discrecional.
En esta operatoria se destacó justamente Lacoste, patrón del EAM 78 luego del asesinato del general Omar Actis, muy probablemente a manos de la Marina, pues así dirimía Massera las disputas internas con las otras fuerzas y con quienes obstruían sus decisiones y deseos.
El resto lo hicieron los muchachos que tenían por gran capitán a Daniel Passarella. Aunque tal vez hayan recibido alguna ayuda indebida. Así lo sugiere el sospechoso 6-0 ante Perú que les abrió las puertas de la final.