Me acuerdo del momento con exactitud: yo tirado en la cama, absolutamente a oscuras, mirando el techo en silencio, sin saber qué hacer, sin querer asumir, con la cabeza explotada. Acababa de estar con un hombre por primera vez y no lo podía aceptar. Aquella noche fue una de las peores que recuerde.
No solo porque no pude disfrutar nada, sino porque significó un cambio definitivo en mi vida y mis estructuras. Me debatía entre mis deseos de estar con otro hombre y todo lo demás. Sufría, reprimía sentimientos, me sentía en falta. No podía comprender cómo me atraía una persona de mi mismo sexo, eso no estaba bien, eso no era lo ‘normal’. Y yo quería ser normal. Fue un momento de quiebre.
A partir de ese día, comencé a reprimir sentimientos y deseos. Estuve de novio con una chica intentando continuar con mi vida heterosexual, pero después de un tiempo las ganas de estar con un hombre volvieron a surgir. Y entonces conocí a quien se convertiría en mi pareja por los siguiente seis años.
Eran meses de absoluta confusión personal. Me mentía a mí mismo, negaba la realidad, estaba frustrado, triste. No entendía por qué me pasaba eso a mí, yo quería ser uno más, quería encajar. Quería ser como mis compañeros y amigos. Y me empecé a hundir. Percibía como mi profesión y mi vida personal iban por caminos diferentes al punto tal que llegué a considerar el retiro del básquet, que es lo que más amo en la vida, para dedicarme a algo que me permitiera tener una vida sentimental más tranquila, alejada de la exposición. Realmente no sabía qué hacer.
En aquella temporada (14/15) empecé a lesionarme todo el tiempo. Mi cuerpo evidentemente me estaba gritando que algo iba mal, que tenía que cambiar. Así fue que, tras arrancar terapia, decidí tomar las riendas de mi vida y le comuniqué la novedad a mi familia. No me olvido más: encaré a mi papá y fui decidido a contárselo, con mucho miedo (terror diría), dando por sentado que me iba a echar de casa. Fui preparado para lo peor. No obstante, para mi total sorpresa, su reacción fue de amor. Fue una escena dura, él casi se desvanece mientras le contaba, pero lo aceptó. Tuve que entender que era un proceso para él y para mi mamá. Y lo respeté. Fue un tremendo alivio encontrar respaldo en mi familia, más allá de que les costara asumirlo.
Luego de esa gran prueba superada, un par de años después, pude comenzar a contárselo a mis amigos y amigas de Gualeguaychú. Estaba cansado de tener que mentir, de decir que andaba con mujeres cuando en realidad no era así. A veces relataba que me iba de vacaciones con amigos cuando en realidad me iba con mi pareja de aquel entonces. Qué clase de amistad le daba a mis amigos ocultando todo? No estaba siendo honesto con ellos ni conmigo. Empecé con los más cercanos. Siempre recuerdo que lo hacía llorando. Como si hubiese algo mal. Viviendo eternamente a oscuras por si alguien podía inferirlo, fingiendo soltería. No podía salir del laberinto. Y tenía que hacerlo para volver a ser feliz.
Ya en Comodoro, jugando en Gimnasia, tomé coraje (mucho) y le conté a un gran amigo (Lucas Pérez) todo lo que venía viviendo. Temblando pude decirle que era gay. Su reacción fue súper natural. Al tiempo, junté valor y también se lo pude confesar al DT, Martín Villagrán, quien quedó anonadado pero me brindó contención y afecto. Lo valoré. Más tarde se lo dije al capitán del equipo, Diego Romero, y más tarde a otros compañeros.
Quería y necesitaba sentirme más libre. Había pasado demasiados años en la sombra. Ellos también me respaldaron, me demostraron que no iba a cambiar nada, que las cosas seguirían igual. Que mi orientación sexual no modificaría mi situación personal, lo que yo era (y soy) como personal. Tenía mucho miedo de quedarme sin trabajo. Y en eso los dirigentes del club fueron los primeros en respaldarme. Percibir aquella protección grupal e institucional, me permitió ganar en confianza y estabilidad. Ya no tenía que seguir viviendo en las sobras.
Fueron años durísimos. Años donde llevé una mochila muy pesada sobre mis hombros y no la quería tener más. No quería ocultarme más. No estaba haciendo nada malo, no había matado a nadie. Fueron años agobiantes donde el miedo directamente me paralizaba. Me daba terror que alguien sospechara que era gay. Me volví una persona cerrada. Me aislaba para no tener que dar explicaciones y hasta dejé de hacer cosas que me gustaban para no exponerme a nada. Lloré y me maldije durante muchísimo tiempo. No quería ser diferente. Pero hoy puedo decir que todo ese dolor me fortaleció. Me hizo crecer.
¿Cuál es el objetivo de todo esto? ¿Qué quiero lograr? Lo más importante es poder cerrar una etapa y sentirme libre de una vez. Libre de culpa, de sentirme en falta. Demostrarle a todos, y a mí mismo, que mi profesión y mi vida personal o sentimental pueden ir por el mismo camino. Que puedo ser gay y seguir jugando al básquet con el mismo compromiso que tuve desde que debuté en la Liga. Soy el mismo de siempre. También me gustaría que este disparador pueda ayudar a otras personas que tal vez están o estuvieron en una situación semejante. Ayudar en ese recorrido, para que sea, al menos, un poco más liviano. Menos traumático.
Hoy doy un paso determinante en mi vida. Estoy ansiosos, tengo miedo, incertidumbre, ansiedad, llevo días durmiendo poco y mal. Escribí esta carta con el corazón en la mano. Sé que marcará mi futuro, pero también me permitirá reconciliarme con el pasado. Y caminar con la cabeza en alto. Persiguiendo mi propia libertad.
*Sebastián Vega tiene 31 años y juega al básquet. Es alero de Gimnasia y Esgrima de Comodoro Rivadavia.