A la típica pregunta “¿qué vas a ser cuando seas grande?” yo siempre contestaba con la cara de drapie “cantante”. En la adolescencia, cuando ya se vislumbraba la voz malísima que siempre tuve, seguía insistiendo. Finalmente me tuve que hacer cargo de que mi destino no estaría cerca de los micrófonos, pero siempre estuve cerca de los músicos. Muchos de mis amigos son músicos, mis novios, amantes, encuentros casuales fueron la mayoría músicos o periodistas de música o algo parecido a eso. Cuando mi hijo Fidel cumplió 4 años le compré un piano, con la secreta esperanza de que se convirtiese en el próximo Charly García. 

Para mí las personas que tocan un instrumento están por encima de la media. Arrancan la carrera 10 metros más adelante que el resto. Hay pocas cosas que me resulten más sensuales que una persona haciendo música. Y tengo certeza absoluta de que todo lo que nos pasó hasta ahora hubiera sido insoportable sin música. Por eso, a principios de los 2000, a parte de mi trabajo, siempre hice todo lo posible para estar cerca de ese universo. Ayudando en lo que sea, armado de shows, ciclos, prensa, venta de discos, cualquier cosa que me permitiese ser parte, me parecía el mejor plan del mundo. Lo que se dice vulgar y despectivamente una groupie, y que más tarde mi amigo Fabián Casas dignificó con el apodo Coronel, en sintonía con el manager de Elvis.

A Gabo lo conocí en 2003, un sábado de primavera al mediodía que Flopa organizó un asado en su terraza de la calle Baldomero. Vestía como siempre, cómo comprobé más tarde que sería su uniforme para la vida: musculosa blanca de rib (esa de mercería que usan los abuelos), jeans gastados y All Stars negras. Flaco, pero buenos brazos, boca inmensa, nariz ínfima, ojos chinos. Contaba que había tenido una banda, Porco, pero que hace rato no tocaba y que ahora quería hacer algo completamente distinto. Dudaba. No sabía si se animaría. 

Por esa época existía una cofradía, una tribu increíble de personas hermosas de la música indie que funcionaba como una especie de artefacto que irradiaba genialidad al que todos se querían pegar: estaban los Pez, estaba mi hermana Flopa, estaba Manza y su Valle de Muñecas, estaba Flor Ruiz, pero también había poetas, escritores, periodistas y otros músicos extraordinarios que nacían en ese momento, como Lucas Martí o Coiffeur. Y estaba Gabo.  

Era la verdadera creme de los 2000 y no había regímenes de exclusividad. Podían venir cuántos quisieran, que serían tratados bien. Y transcurría en Floresta, en Chacarita, en los bares de sótano, en el San Martín, pero también en teatros de todo tipo, en fiestas, en plazas de barrio, en otras ciudades. Estaba pasando lo mejor que podía pasar y estábamos ahí, flasheando, a pesar del corralito, de los 200 presidentes en una semana, de la debacle económica, de los índices de desocupación, de todo lo que había pasado en los últimos años y de la mar en coche. Estábamos ahí, flasheando. Había algo en esa energía demoledora del arte de hacer canciones que me producía una fe inmensa en la humanidad. 

Todo ese caldo divino hizo que Gabo se animara a volver a salir al ruedo. Cómo pasa siempre con los amigos, uno se construye en función de ellos. Son un motor sagrado. Uno se identifica y piensa “si mi amigo puede, yo también”. Así fue para Gabo, gracias a la cofradía. 

La anécdota es imborrable: Flopa tocaría en La Plata un sábado a la noche y Gabo sería su telonero. Así que en cuestión días Gabo tenía una producción de más de diez canciones nuevas, una más increíble que la otra. Las letras hablaban de cuestiones existenciales, eran letras que nos interpelaban a todos. Cantaba sobre los padres, las madres, los abusos, el desamor, la soledad, la pérdida. Era como ver El Padrino I y II, pero en canciones. Y todo en un registro tan absolutamente delicado que marcaba eso que lo hizo desde el minuto uno un artista tan singular. 

Así que la noche estaba helada y lo pasamos a buscar por su casa de Mataderos a él y a Silvio, su pareja de aquel momento. Cargamos la guitarra en el baúl y tomamos la autopista. Llegamos a un teatro chiquito, la sala tenía piso de madera y no había escenario. Simplemente estaba la silla para Flopa o para Gabo y a unos pocos metros un montón de sillas para que el resto de los ordinarios mortales nos sentáramos a escuchar. En los shows los músicos esperan en otra salita o camarín a que la gente llegue. Nosotras estábamos ahí con Gabo y teníamos muy claro que no era una noche cualquiera. Gabo iba a tocar esas canciones increíbles, con esa voz increíble, con esa cosa performática increíble y entonces algo iba a cambiar. La gente se iba a caer de culo. No teníamos dudas. Y nosotras éramos testigos de privilegio. Y habíamos estado arengándolo. Convenciéndolo de que era genial. De que sus canciones tenían una belleza tan especial. Era como convencer al inventor del rollo de cocina de que su creación sería evidentemente indispensable de aquí en más. O sea: fácil. Era el devenir natural de las cosas. Sólo había que salir y cantar. 

Pero Gabo nos decía que le temblaban las manos, que no sabía si iba a poder. Y claro porque para él todo pasaba por ese tamiz de la solemnidad, esa cosa majestuosa, le ponía un acento dramático a todo lo que era importante. Nosotras agitábamos, Flopa le decía que no era tan tremendo, que era solo cuestión de salir. Así que salió. Salió y fue brillante. Salió y el teatro se quedó mudo para escucharlo. Salió y todos se cayeron de culo. Desde entonces nunca paró de hacer canciones, discos, libros, colaboraciones, bandas de sonido. Y la gente se cayó de culo todas las veces.  

Todavía soy joven y, aunque lo del jueves es una clara demostración de que nuestra existencia está atada con alambres, pienso vivir muchos años más. Así que si me volviesen a preguntar “qué querés ser cuando seas más grande” diría con seguridad que quisiera seguir estando cerca de este calor. De este tipo de calor que regalan los artistas como Gabo, que sólo entienden de cómo transformar el mundo y a nosotros mismos a través de la belleza de la música.

 

Una versión corta de esta nota fue publicada en Radar, el 18 de octubre de 2020.