A manera de introducción: ¿Por qué Jauretche?

Los lectores más persistentes de esta revista, los que todavía nos toleran, saben que al fútbol, que nos encanta y es la materia específica de nuestra publicación, elegimos abordarlo casi siempre de una manera que trasciende el mero análisis del juego y sus apasionantes circunstancias. El fútbol no sucede en otro planeta ni en una realidad paralela, es parte del contexto social en que vivimos y ese contexto en la Argentina de hoy se percibe inquietante, descorazonador. A los más veteranos de esta redacción los desdichados años que concluyeron en diciembre de 2001 con treinta muertos en la Plaza de Mayo se nos hace que ocurrieron ayer.  Azorados, deprimidos, observamos como las condiciones que alimentaron aquel nefasto ciclo fatalmente comienzan a repetirse.

Justo en estos días difíciles nuestro compañero Mariano Hamilton está enfrascado en su investigación para un libro que ha comenzado a escribir. Revisando documentos, libros y viejos artículos periodístico se topó con un breve texto de 1958 en el que Arturo Jauretche se ocupaba de Pelé. Nos lo comentó y nos pareció una buena idea compartirlo con los lectores. En especial en estos tiempos, concluimos en la mesa chica de UN CAÑO, no viene nada mal tener presente a Jauretche. Y aunque el artículo específico en cuestión ha perdido un poco de vigencia ya que el fútbol y el contexto en el que fue escrito cambiaron vertiginosamente, no deja ser atinado, entretenido y sagaz, como toda su prosa. Tal vez, ojalá, sirva además como puntapié inicial para incentivar la curiosidad de quienes no conozcan a don Arturo, uno de los máximos exponentes del Pensamiento Nacional, para que vayan a buscar sus textos. Les garantizamos que no se van a decepcionar. Además, al final del texto, reproducimos una pieza evocativa de 2008 en ocasión del aniversario de su muerte, en la que el periodista Mario Wainfeld desgrana y enumera las irrepetibles virtudes de Jauretche.

 

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PELÉ ENSEÑA MORAL PATRIÓTICA A LOS TILINGOS

Por Arturo Jauretche

Voy poco al fútbol porque, sin auto, tengo que jugar mi propio partido en el colectivo, y las “tabas” no me dan para tanto. Siempre he sido “patadura” en todos los deportes; en la pelota, en la que debía ser bueno en razón de origen, y en el fútbol, donde un hermano mío jugó en primera de la Asociación. De chico y en mi pueblo jugué en la primera división de un club infantil al que le pusimos Jorge Newbery en homenaje al aviador cuyo trágico final era reciente. Jugaba de half izquierdo, que es el puesto que, desde entonces me parece le dan al más “crudo” cuando no hay más remedio que incluirlo; y la razón de esa inclusión fue que yo era el dueño de la pelota. Jugué dos temporadas, el tiempo que los otros diez tardaron en juntar monedas para comprar una para el club; quise poner mi parte pero no me dejaron, y con la nueva pelota, y sin mí, el equipo mejoró notablemente: por fin fue un “once” y no un “diez y pico”.

Tal vez la anécdota sirva para que tilingos que se la pasan añorando la supuesta Jauja de una prosperidad remota, comprendan la miseria de esa Jauja donde diez chicos tenían que aguantar dos años a un patadura, porque tardaron dos años en poder comprar una pelota de fútbol. ¡Y eran chicos de clase media o hijos de artesanos o chacareros, no los pobres paisanitos que vivían en los rancheríos de las orillas y andaban con el cajón de lustrar o la bolsa de buscar los restos de la fonda! ¡Miren qué Jauja social!

Pero he sido tan “hincha” como “patadura”. La verdad es que el fútbol de antes me llenaba más el ojo, me parecía más movido. Hasta un partido que vi por 1917, más o menos, entre San Isidro y Alumni, reconstruidos con sobrevivientes y tan “gordos” como un equipo de casados. Fue en la cancha de Gimnasia y Esgrima, en Maldonado, con Maquinita Weiss, que ya lo era de manicero, y tres o cuatro de los Brown, ya muy desarrollados de rodillas y de abdomen. Pero esto es también un poco de tilinguería. –¿Quién que es no es romántico? – como dijo Darío. La nostalgia embellece las cosas. “Cuando mi recuerdo va hacia ti, se perfuma”, como dijo el otro. El otro poeta, cuyo nombre se me pierde…

Hablemos de Pelé
Espero que este “currículum” deportivo me autorice a hablar de Pelé: confieso que no lo he visto jugar por mi incapacidad deportiva para el colectivo y éste es para mí un cargo de conciencia como “hincha”. Me duele haber desaprovechado la ocasión de ver al jugador más completo que verán los tiempos, según dicen.

Pero también me duele no haber conocido al hombre, que es mucho más importante; a ese hombre tan cabal que ha rechazado ¡un millón de dólares! –231 millones de pesos, mil millones largos de cruzeiros– porque prefiere quedarse en el Brasil donde están sus amigos, donde se habla su idioma, donde él, que es además de un jugador de fútbol, de un técnico deportivo, es un hombre que se llama Pelé, y allí están las cosas que ese hombre ama, los sueños que ese hombre tiene y esa conciencia nacional de estar con lo suyo, para todo…

Comparemos a otro con Pelé
Estoy harto, asqueado de leer la constante justificación de los técnicos argentinos que emigran porque ganan más afuera. De estos que le roban al país las aptitudes que han ganado a costillas del mismo, para alquilarlas por ahí, en una sociedad, donde se habla otro idioma, donde las mujeres los capatacean, y no pueden encontrar un amigo para sentarse en el café, ni una mesa para comer un churrasco con ese delicioso olor que sale de las obras en construcción, a la hora del almuerzo de los albañiles. No se trata de inmigrantes perseguidos por la necesidad, sino de ingenieros, médicos, abogados, doctores en ciencias económicas, que hacen un sencillo cálculo que no es el de las necesidades, sino el de las ventajitas, y dejan de ser de aquí, para ser de allá, por una mísera diferencia de soldada.

Tampoco se trata del estudioso que va buscando la oportunidad de perfeccionarse y después vuelve y nos trae el aporte de algunas experiencias y técnicas. Aunque por lo general lo único que suele traer es un snobismo que lo lleva al club de residentes de la metrópoli donde estuvo, y pensar las cosas argentinas desde el ángulo de los residentes. Este es otro mal que he mencionado en “Los profetas del odio”: el militar iba a Alemania, y volvía con mentalidad germánica; el marino iba a Inglaterra y se las “pillaba” de “gentleman”, el artista a Francia, y vivía después aquí como un desterrado igual que la Vieja clase de la divisa fuerte; todos como si el sastre que les confeccionaba la ropa allá, les confeccionase la cabeza. Son males del colonialismo mental.

Pero esto de la emigración de los técnicos por pesitos más o menos, revela otras cosas: que el profesional cree que su título es una patente de corso, en la que no cuenta más que el aporte de sus padres y el propio, y no se siente obligado con el país que ha gastado mucho más que ellos –padre e hijo– en darle la técnica con que se conchaba y que además le reservó un puesto en las aulas que pudo aprovechar un argentino de verdad.

Es una cosa increíble, una falla de la educación que nadie menciona, y revela que el profesional no tiene en cuenta su deber para con la patria, que le dio a mucho mayor costo que sus padres las aptitudes que ha puesto en el mercado internacional.

Derrotistas pero no todos, hay blancos como Pelé
Y más asco que los técnicos me dan los comentaristas periodísticos o de conversación, que al justificarlos revelan ignorar elementales deberes de solidaridad social patriótica, y que en lugar de marcarlos como traidores, o por lo menos como desertores, los ponen como víctimas. Esa es una mentalidad derrotista propia de los tilingos del “medio pelo’ que no se creen obligados, al igual que los técnicos desertores, con el país que los aguanta, y contra el que se vuelven trasladando a otros sectores la responsabilidad que ellos no asumen. Porque son los mismos que quieren una mano fuerte con los trabajadores, que se los obligue a cumplir con su deber, mientras que se exculpan subconscientemente en el cumplimiento de los suyos, mediante la justificación que hacen de los emigrados, y que sólo revela que ellos no emigran simplemente porque carecen de una aptitud que les ofrezca contrato en divisa fuerte.

Pero el país está lleno de técnicos que ejercen su función poniendo en segundo orden el estipendio y se sacrifican desde la primera hora de la mañana en los hospitales, en los laboratorios, en las fábricas, en los caminos, por amor a la ciencia, a la humanidad y al país al que pertenecen aunque contribuya apenas a su subsistencia. De entre ellos salen los que rastrean las vetas de minerales en las montañas, el agua y el petróleo en los desiertos, planean la construcción de los caminos, y están en los puentes y en los rieles, y los que orientan la agricultura y la ganadería desde los institutos oficiales y privados, en los semilleros, en los viveros, en todas partes, y para los que la justificación de los desertores constituye una injuria, porque clasifica a los técnicos en vivos y sonsos, sin decir que la que corresponde es la clasificación en traidores y patriotas.

Y no digo más porque ya me estoy enojando.

Solo quería refregarles por la cara a esos emigrados y a esos comentaristas este negro lindo. Sé que les va a dar rabia, porque todos son racistas, emigrados y justificadores, contra el negro; y también contra el «cabecita negra” que es más blanco que ellos, pero quemado de sol argentino y pobreza secular.

(Publicado originalmente en Imagen del país, en 1968. Y reeditado en Mano a mano entre nosotros, Peña Lillo Editor, 1983, Página 59.)

 

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EL TIPO QUE SABÍA MIRAR

Por Mario Wainfeld

Arturo Jauretche murió un 25 de mayo, hace 34 años. Las efemérides pueden ser un plomazo pero también, tal es su funcionalidad, un pretexto para revisitar y repensar a personajes estimables. Jauretche lo es, hete aquí que está un poquito de moda, aunque quizá no del todo valorado.

Fue un luchador popular todo formato, un poeta mediano, un ensayista frondoso. Si no fuera una tropelía podría decirse que por ver grande a su patria, él luchó con la espada, con la pluma y la palabra. Su mayor legado, a más de tres décadas, es su prosa cimarrona e inigualada. Acuñó multitud de conceptos-consignas que perduran y que hasta perdieron su rúbrica. “El estatuto legal del coloniaje”, “el medio pelo”, “las zonceras argentinas” conservan fuerza, tienen sentido unívoco y capacidad de transmisión. Esa aptitud para el panfleto, un género nada menor si se lo emprende bien, no debería inducir a suponerlo una suerte de creativo publicitario nac & pop, un simplificador nato. La consigna, el arquetipo eran la culminación de análisis elaborados, de debates implacables, de lecturas surtidas y pasionales.

Bruloteaba de lo lindo, previa inspección a fondo de sus blancos. Miraba antes de disparar, vaya si miraba. Sus batallas siguen siendo divertidas. Repasemos un puñado entre cientos. Diseccionó un best seller de Beatriz Guido (El incendio y las vísperas) hoy prolijamente olvidado, para probar el “quiero y no puedo” de las clases medias.

Se la tomó con la arrogancia de Sarmiento, que se jactaba de un presentismo perfecto en la escuela primaria en su San Juan natal. Averiguó que cursó menos años de los que narró. Y, de paso, desnudó el mito del niño que iba al colegio lloviera o tronara recordando que en San Juan casi no cae una gota durante el período lectivo.

Indagó sobre un clásico antirrosista, un poema en el cual José Mármol le perdonaba “como hombre mi cárcel y cadenas/pero como argentino, las de mi patria no”. Demostró que Mármol casi no estuvo en cana y sólo por cuestiones de faldas y no políticas.

Para llegar a sus conclusiones, debió leer a la novelista en boga con una dedicación superior a la de sus arrobados lectores, hurgar archivos, mirar isoyetas de Cuyo.

Tenía identidad política, explicaba la historia enlazando líneas nacionales y de las otras. Pero no hablaba desde un púlpito ni desde un saber cristalizado. Proponía dar vuelta el mapamundi, poner el Sur arriba para debatir prejuicios sobre superioridades y para tener otra panorámica sobre el lugar de Argentina en el mundo (un país peninsular, muy distante de Europa, plenamente integrado en la región). Pero también se internaba en ese mapa. Conocía al dedillo la flora y la fauna nacional (en sentido estricto y sociológico) porque vivía atento a su palpitar y a su cambio. Jorge Abelardo Ramos lo despidió con justicia, allá por el ’74: “Comprendía como pocos en la Argentina, sus cambios bruscos, con frecuencia su inescrutable carácter y su peculiar ingratitud. (…) Conocía la Patagonia y su fauna, la Puna y su inmenso dolor. Podía describir cada metro cuadrado del país y la naturaleza de sus problemas”.

Fue agudo, sarcástico y provocador. Era, ante todo, un empirista que no hablaba sin documentarse o sin ver. Un reverdecer de ciertas liturgias nacionales y populares lo recupera, a veces reversionándolo con clase pero muchas otras malgastando o hasta malversando su tributo. Jorge Luis Borges contaba sobre las kenningar, una suerte de metáforas congeladas que recogen las sagas de Islandia. Un poeta llama “agua de la espada” a la sangre, luego la metáfora se usa como sustantivo, suple a la palabra original, se cosifica. A menudo da la impresión que algo así pasa con Jauretche, cuya obra provocadora se transforma en un repertorio de chicanas establecidas.

El cronista está seguro de algo: si el tipo viviera no citaría, sin más, textos escritos hace 30 años o medio siglo. Hundiría sus ojos de gato en la realidad actual, en la nueva configuración de la clase trabajadora (con su carga de desocupados y mujeres jefas de hogar), en la nueva religiosidad de los sectores populares, en la liberación de sus costumbres sexuales, en los códigos de comunicación de los jóvenes, en la alteración de los términos del intercambio, en los medios de difusión masiva que siempre atrajeron su crítica y su participación. En las marcas indelebles (y, cuando menos, en parte inéditas) que dejaron la dictadura genocida, la traición neoliberal del peronismo, la baja en la afiliación sindical, tantas novedades que trazan otro mapa. Ponerlo patas arriba sirve si se hacen ese inventario y muchos más.

Fue nacional, yrigoyenista y peronista. Fustigó a los gorilas y los peleó hasta su último día. Relegado por Perón, como muchos de los aliados del gobernador Mercante, se bancó la camiseta en años de resistencia, no fue complaciente en el oficialismo, jamás depuso su espíritu crítico y mordaz. En una de sus catilinarias más logradas, “Los profetas del odio y la yapa”, les da duro a los apóstoles de la Revolución Libertadora pero se hace tiempo para evocar, sobre el primer peronismo: “Se cometió el error de desplazar y hasta hostilizar los sectores de clase media militantes en el movimiento permitiendo al adversario unificarla en su contra, máxime cuando se lesionaron inútilmente sus preocupaciones éticas y estéticas (..) se quitó al militante la sensación de ser, él también, un constructor de la historia para convencerlo de que todo esfuerzo espontáneo y toda colaboración indicaba indisciplina y ambición”. Fue maestro, pionero y valiente en señalar la viga en el ojo ajeno, la “falsa conciencia” de amplios sectores medios, pero no le faltó audacia para mentar las propias llagas.

Valga, pues, el aniversario de pretexto para mocionar su relectura. Y para renegar de la cita ritual o del recetario congelado reemplazándolos por la emulación de su método, de su respeto al lector y de su afán de conocer lo que se quiere cambiar.

Salute, maestro.

(Publicado originalmente en Página 12, el 25 de mayo de 2008.)