“Intenso el trabajo de Defensa y Justicia en el medio campo. Aprovechando los laterales, genera peligro, siempre a través de un sólido enganche como Mascherotti. El 0 a 0 no es reflejo de lo que el equipo de Varela merece por su actitud en el campo de juego, decía Jorge Ariel Pepines en su comentario, con esa voz clásica de comentarista de fútbol con la cuál había ganado fama y fortuna.
Pero Pepines soñaba con ser relator. Y ese lugar lo tenía Sergio Martínez Ganga, cuyo relato era aclamado por los oyentes, aunque fuera incapaz de pronunciar la letra erre. “Dodíguez pada Pédez, Odtega llega al ádea… Dacing busca dad vuelta el desultado -relataba Martínez Ganga, quien a pesar de su catástrofe fono-audiológica, encantaba y emocionaba a la audiencia.
Pepines sufría por su rol como comentarista, como un simple guitarrista detrás del cantante líder de una banda. Años y años de comentar envidiando aquel anhelado lugar, haciendo los comentarios de ese relator disfuncional amado por la audiencia.
¿Cuándo podría dejar de acotar estupideces mientras el otro vivía y hacía vivir la emoción del futbol en millones de radios del país?
“Dodíguez, centdo ataz pada Gadmendia… ¡¡Gooolll!!”. Cada grito de gol de Martínez Ganga era una puñalada para Pepines, quien obsesionado esperaba el momento de reemplazarlo, de mostrar en un solo partido que su relato podía ser mejor que el de ese defectuoso ídolo del periodismo. “Quiero relatar. Quiero relatar para siempre”, se juramentó Pepines. Y harto de tanta espera, tomó una drástica determinación.
Fue en la propia cabina de transmisión de la cancha de El Porvenir. “Martínez Ganga”, dijo entrando a la cabina dónde estaba solo su compañero. “Si, ¿qué pasa?”, contestó Martínez Ganga. “Tomá”, dijo Pepines antes de meterle tres balazos. “Eh, Pepinez… Me has dado muedte…”. “Sí. Y ahora voy a relatar yo”.
Después de asesinar a Martínez Ganga, Pepines engañó a la Policía, que acudió a la cabina. Pepines les mostró la nota de un supuesto asesino, que decía: “Asesiné a Martínez Ganga y me fui a Disneyworld. Me llamo Enrique”.
Y así fue como los policías corrieron hacia Ezeiza para conseguir un vuelo que los llevase a Orlando para perseguir al tal Enrique, un ser humano ficticio que había inventado Pepines. Igual, misteriosamente, un tal Enrique había dejado una impaga cuenta de 54 dólares por comer y tomar cosas del minibar de un hotel en Disney. Cuestión que, mientras la engañada Policía investigaba, las autoridades de la radio le propusieron a Pepines que relate.
“Carioti pica por derecha y busca el desborde. Cruza en diagonal para Zanuzzi; Risolini roba y toca hacia atrás; esquiva uno, dos, tres hombres de Cambaceres…”. Escrito así no pasa nada, pero quien lo haya escuchado sintió el deleite y gozo de Pepines al acariciar el anhelado sueño de relatar un partido.
La noche correspondiente a esa jornada fue la más feliz de su vida. Pero al otro día, más allá de sentir el placer por logro, la culpa empezó adueñarse de Pepines. Miles de imágenes se dispararon en su mente, y un extraño desvarío comenzó a ganar su vida cotidiana.
“Voy a la heladera. Abro la puerta. Me fijo en la sandía. Saco la sandía. Esta fresca. Es roja y palpitante. Tiene uno, dos, tres carozos. La pongo sobre la mesada. Empiezo a cortar un pedazo. Lo muerdo. ¡¡Gozo, gozo, gozoooo de la sandía!!”: por un extraño fenómeno (provocado por la culpa, porque se sentía un hijo de puta), Pepines no podía dejar de relatar todo aquello que se le presentaba ante sus ojos. “Salgo a la calle. Voy hacia la esquina. El semáforo esta en rojo. Pasan uno, dos, tres autos. Estoy por cruzar. El tipito de rojo se está por apagar. Se enciende el tipito blanco. Estoy habilitado. Puedo cruzar”.
El remordimiento ante el asesinato que había perpetrado lo llevó a la locura. No podía parar de relatar. Ahora relatar era una tortura: “me tomo un ansiolítico. No me calmo. Sigo ansioso. Siento la culpa. No puedo más. Este el castigo por cumplir mi sueño. No aguanto más. Voy a llamar a la comisaría. Agarro el teléfono…”. Y entonces se entregó…
“Me coloqué delante de Martínez Ganga. Saqué una 38. Apreté el gatillo, salieron uno, dos, tres disparos… Fui yo, comisario”, terminó diciendo en el vibrante relato con el cuál confesó su delito.
Después de quince años, Pepines recuperó su libertad. Hoy vive en una solitaria isla del Tigre. Pasa sus horas frente al río: “algo picado, el río. Viene la lancha colectiva buscando los laterales, mientras desde el fondo dos motos de agua hacen un buen trabajo dibujando las diagonales. En tanto ese grupo de jubilados insiste con su con su picnic”.
Otra vez, en el deseo cumplido estaba el castigo.