“Siento el viento en la cara, la pelota en mis pies. Tengo la gracia de una gacela, la de Julio Bocca. Podría pensar en algo más viril para describir la gracia de mi gambeta, pero no lo encuentro. Tal vez este placer que siento al ir rumbo al gol me sensibilice al punto de sentir este placer del fútbol, este exquisito momento en el que el rumor de la tribuna crece junto a la expectativa de esta jugada que estoy creando; y a la vez que huelo la adrenalina de los defensores, que preocupados por la posibilidad de que convierta un tanto el quinto de esta tarde) se aproximan. Pero con un sutil toque de empeine elevo la pelota por sobre Urruti y, mágico sombrero mediante, lo dejo en el camino. Sí. Escucho que me dice ‘hijo
de remilputas’, pero no le doy importancia. Para mí, es más importante la maravillosa maniobra con la que me deshago de Garboldio, al que hoy ya le hice nueve caños y, presumo, quedó entre dolido, humillado e irritado después de cada uno de ellos. ¿Le haré el décimo? No creo que pueda. Porque Garboldio viene hacia a mí. Y alcanzo a percibir, en su mano derecha, una llave cruz, de esas para cambiar las ruedas de los autos. No mira la pelota. Me mira a mí. Y ya es tarde”.

Así de poético y preciso era en su pensamiento en el momento de jugar. Hugo Labertone, habilidoso wing izquierdo que militó en los ‘80 en El Porvenir, pensaba de esta manera durante cada jugada, reafirmando para sí el placer que le provocaba el fútbol, lo bien que le hacia el deporte. Pero luego de implantarse los catorce dientes que Garboldio le había arrancado con un golpe, comenzó a ver las cosas de otra manera.

¿Cuán beneficioso había sido el deporte para él? ¿Cuán saludable era si, aparte de los catorce dientes, había sido quebrado en seis ocasiones y hasta había sufrido una conmoción cerebral cuando un jugador frenó un ataque hundiéndole un respaldo de platea en el parietal derecho? Y luego empezó a relevar casos de cuarentones que palman jugando al tenis, adolescentes que terminan con el tabique roto después de un bochazo de hockey, y empleados que juegan torneos entre empresas o fábricas y sufren serias lesiones que se reflejan en despidos con causa por parte de las patronales.

Saborido 62 entero“Jamás vi a alguien quebrarse una mano o sufrir un desgarro por jugar al TEG o al Pictionary. Obvio que un Dígalo con mímica puede ser peligroso. Un cuñado mío quiso hacer la mímica
de Tiburón 3 y se descolocó el hombro cuando llevó la mano hacia atrás para simular la aleta. Pero cuando se pone en juego lo físico, como en Dígalo con mímica, estas cosas pueden pasar. Y cuando hablamos de deportes, una actividad inútil para toda persona que se precie de no ser un pelotudo, el riesgo es mayor. Porque una persona tiene derecho de ser un pelotudo hasta los 12 años. Nadie puede negar que un niño sea, básicamente, un
pelotudo que cree en cosas como los reyes magos o que juega con autos de miniatura o que habla con muñecas. Hay que ser pelotudo para hacer esas cosas. Pero a un niño se lo podemos permitir. Porque es niño, y como su condición es básicamente la de un pelotudo capaz de divertirse con otro pelotudo, puede jugar, por ejemplo, al fútbol. En cambio, en una persona en vías de ejercer la adultez, o ya adulta, no. Porque el deporte termina siendo nefasto para la salud, además de ser completamente inútil para otra cosa que no sea ejercer la pulsión de lo competitivo. Hacer deportes es riesgoso. Miren como le dejaron a Muhammad Ali. Vayan a decirle a él que el deporte es salud”.

Es así que, durante años, Labertone se dedicó a recomendar actividades como leer libros, estudiar, tomar mate o simplemente charlar idioteces con alguien. “Imaginen a alguien sufriendo un calambre, o un infarto, por escuchar un cassette de Jorge Corona. Es imposible. Ese mismo tipo va después, se hace el pistola haciendo spinning y la caga muriéndose en un gimnasio”, solía decir. “El deporte es un malentendido. Una muestra del retraso humano. Hay boludos que lo practican sin siquiera tener fines de lucro. Y después hay otros que estudian años de medicina para atender los desarreglos físicos que estos nabos se provocan practicando estupideces que ‘los hace sentir mejor’. Son todos imbéciles”, resaltaba.

Labertone siguió durante muchos años con su campaña “El deporte es una mierda”. Y hasta tuvo que pasar la clandestinidad después de un boicot a los Panamericanos en Mar del Plata, en donde soltó quince chanchos en el medio de una maratón. Hoy, desde el anonimato, sigue con causa, sumando adeptos en una logia que se dedica a promover cualquier actividad que no tenga que ver con el deporte. Quizás el dueño de esa
librería a la que vamos o esos dos gordos a los que vemos felices jugando al mus mientras toman Fernet sean parte de ella.